El desalmado ladrón de ancianas

Nadie ha hecho más por la destrucción de la imagen de Nicolas Sarkozy que el propio Nicolas Sarkozy. En la noche de su victoria en las presidenciales de mayo de 2007, se fue a celebrarlo cenando con amigos millonarios y del mundo de la farándula en el lujoso restaurante Fouquet’s de los Campos Elíseos. De un solo golpe, todos sus discursos sobre su elevado nivel de sensibilidad social quedaron convertidos en palabrería de politicastro.  No obstante, arrogante y testarudo como pocos, Sarkozy no perdió ocasión en los meses siguientes para fotografiarse a bordo de yates estupendos en mares de ensueño, confirmando así que Balzac no hubiera tenido demasiados problemas en darle un papel de arribista en alguna de sus novelas.

Lo de Sarkozy debe ser patológico: aúna una desmedida sed de poder con una incontrolable tendencia a la autodestrucción. Tanto como la crisis económica, y desde luego más que la labor de zapa de la oposición socialista, ese rasgo de carácter le llevó el pasado año al ridículo supremo de no conseguir la reelección, de quedarse en presidente de un solo mandato.

Ahora Sarkozy ha sido acusado por un juez de haber cometido una canallada imperdonable: aprovecharse de la debilidad de una anciana con Alzheimer para sacarle un pastón. En la tarde del jueves 21 de marzo, el ex presidente francés declaró durante horas por ese asunto ante el juez Jean-Michel Gentil, en el palacio de Justicia de Burdeos. El juez lo sometió asimismo a un careo con gente que había trabajado para Liliane Bettencourt, la heredera del imperio de lujo L’Oréal. Entre ellos, Pascal Bonnefoy, mayordomo de Bettencourt y autor de las grabaciones que se encuentran en el origen del escándalo revelado en junio de 2010 por el diario digital francés Mediapart.

Liliane Bettencourt, fille du fondateur du géant des cosmétiques L’Oréal, pose, le 20 novembre 2002 à Paris.

Al acusar oficialmente a Sarkozy, el juez Gentil considera que hay indicios racionales que permiten pensar que Sarkozy le sacó un dineral a Bettencourt y lo dedicó a financiar parcialmente su campaña electoral de 2007.

No me viene con rotundidad a la cabeza el nombre del autor francés de polar que podría abordar el affaire Bettencourt. No, desde luego, los clásicos de la rama dura de la série noire, Jean-Patrick Manchette o Didier Daeninckx, más habituados a contar historias de gánsteres muy violentos. Tampoco el marsellés Jean-Claude Izzo, al que podríamos emparentar con la novela policial mediterránea y sociológica de Manuel Vázquez Montalbán y Petros Márkaris. Tal vez, en todo caso, Fred Vargas, de intrigas enigmáticas, medio policiales medio sobrenaturales, capaz contar el caso de un anciano que asfixia a su mujer con migas de pan. O el belga George Simenon…

En fin, en estos momentos, el libro al que lo de Sarkozy y el affaire Bettencourt me remite más directamente es La historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Entre El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké y El impostor inverosímil Tom Castro, podría abrirse camino una historia borgiana titulada El desalmado ladrón de ancianas Sarko.

En mayo de 2012, en un texto en Crónica Negra titulado The French Connection, escribí: “Sarkozy puede ser derrotado este domingo 6 de mayo por François Hollande. (…) Supondría un impresionante fracaso personal de Sarko le Petit. Se confirmaría que sus marrullerías, su permanente estado de excitación, su pasión obscena por los ricos y famosos, su agresividad y su demagogia se han hecho insoportables para decenas de millones de franceses”.

Aunque terminó siendo así, aquella predicción no tuvo mayor mérito. Menos crédulos que, por ejemplo, los estadounidenses, los franceses constituyen un pueblo al que resulta imposible engañar mayoritariamente durante mucho tiempo. La demencia senil de una Liliane Bettencourt no es una enfermedad colectiva del Hexágono.

El pícaro que Bush usó como fuente para su guerra de Irak

Al Janabi

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, al derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York, el destino de Sadam Husein quedó sellado. Aquel brutal atentado era el pretexto ideal para llevar a cabo la invasión y ocupación de Irak con la que soñaban desde hacía años, desde los tiempos del primer Bush, los neocon que gobernaban Washington.

Pero había que inventar un argumentario (build a case, lo llamaron). Incluso los hooligans necesitan dos o tres razones, o supuestas razones, para apoyar un despropósito. Una de las fabricadas en los “laboratorios de ideas” de Washington, las conexiones entre Sadam y Bin Laden, sólo estaba destinada a los seguidores más mostrencos, a aquellos que creen que todos los gatos son pardos. Era sabido universalmente que Sadam y Bin Laden se detestaban y se combatían con la ferocidad de dos gallos de pelea.  Esos grandes maestros de la intoxicación que son los neocon le añadieron, pues, un par de razones más. Una, de escasa credibilidad, era la milonga de que la invasión de Irak iba a llevar la democracia al mundo árabe, desde el Golfo Pérsico al Atlántico magrebí. Una tercera, en cambio, podía engañar a gente deseosa de ser engañada: Sadam fabricaba armas de destrucción masiva con las que pretendía convertir el planeta en un infierno apocalíptico antes de lo que se tarda en contarlo.

El 5 de febrero de 2003, Collin Powell, entonces secretario de Estado norteamericano, hizo el ridículo más espantoso en Naciones Unidas afirmando que quedaba probado que Sadam estaba fabricando armas biológicas. Lo sustentaba en unas fotos borrosas de camiones en mitad de la nada, unos esquemas de algo seudoindustrial que podría haber dibujado cualquier niño y, tatachín, tatachán, las revelaciones de un gran científico iraquí que había desertado a Occidente.

Aquella “fuente” altamente secreta, conocida como Curveball, se llamaba, y se llama, Rafid Al Janabi. En realidad, no era un gran científico y no tenía la menor idea de si Sadam fabricaba o no armas biológicas, químicas y nucleares. Al Janabi era un pícaro iraquí -un pequeño químico que había terminado como taxista tras ser despedido por robo de una empresa- que se había escapado a Alemania y, para reforzar su solicitud de asilo político, se había inventado la historia que los servicios secretos alemanes querían oír (y compartir, alborozados, con sus tutores de Washington).

Con el título de L´incroyable histoire qui a permis la guerre en Irak, Le Nouvel Observateur reconstruye en su última edición cómo Al Janabi llegó a vivir a cuerpo de rey en Alemania -Mercedes incluido- tras largarle al servicio de espionaje germano, el BND, que él había sido el responsable de un plan para fabricar armas biológicas en unos “laboratorios clandestinos móviles”, o sea, a bordo de camiones que nomadeaban por el territorio iraquí. “Enamorado de su fuente”, el BND le creyó a pie juntillas y se lo comunicó a los norteamericanos.

Powell ha reconocido a Le Nouvel Observateur que cuando él hizo en la ONU las afirmaciones que hizo no tenía idea de quién era Curveball. Fiel soldado, interpretó el papelón que arruinó su carrera sin hacer demasiadas preguntas. Por aquel entonces, sin embargo, tanto el BND como la CIA dudaban mucho de la credibilidad de Al Janabi. Un par de interrogatorios en profundidad habían abierto más grietas en su historia que un terremoto de los gordos en la escala Richter. A los capos de Washington –los Rumsfeld y compañía- eso les importó un pepino. El 28 de enero de 2003, en un discurso sobre el Estado de la Unión convertido en arenga guerrera, George W. Bush soltó lo de los “laboratorios móviles”.

Pese a las protestas internacionales, las tropas norteamericanas y sus aliados del Trío de las Azores atacaron Irak el 20 de marzo de 2003. No tardaron en deshacerse de un Ejército en chanclas y con armas soviéticas del año de la Tarasca. “Misión cumplida”, se jactó Bush en el show del portaaviones. Tontería monumental: lo peor estaba por venir.

En febrero de 2011, Rafid Al Janabi, que sigue viviendo en Alemania, concedió una entrevista al diario británico The Guardian. Reconoció sus mentiras. “Tuve la suerte”, dijo, “de haber inventado algo que hizo caer a Sadam”.

Hollywood ya ha hecho unas cuantas películas interesantes sobre la guerra de Irak, sobre las mentiras que pretendieron justificarla y sobre la pesadilla desastrosa en que se convirtió: 100.000 civiles iraquíes y 4.400 soldados norteamericanos muertos, un país arrasado y desmembrado, una oportunidad de oro para Al Qaeda, una tremenda pérdida de popularidad internacional para Estados Unidos.

Dirigida por Doug Liman y protagonizada por Naomi Watts y Sean Penn, una de ellas, Fair Game (Caza a la espía), narra la historia real de cómo los gobernantes neocon de Washington orquestaron una campaña para desacreditar a Valerie Plame, la agente de la CIA cuyo marido, el diplomático Joseph Wilson, demostró que era imposible que Irak se hubiera abastecido de uranio enriquecido de Níger. Eso le arrebataba a Bush otro de sus falsos pretextos.

Green Zone (Distrito protegido), dirigida por Paul Greengrass e interpretada por Matt Damon, cuenta las peripecias de una unidad de soldados norteamericanos encargados de encontrar las armas de destrucción masiva en el Irak ya ocupado por las tropas de las barras y estrellas. Por supuesto, no las encuentran. No las había, nunca las hubo. Sadam, sin duda, soñó con producirlas, pero abandonó la idea tras su derrota en Kuwait en 1991 y los posteriores años de sanciones internaciones e inspecciones de la ONU.

Hace ya una década, cuando fue atacado, Sadam seguía siendo un tirano cruel y sanguinario para su pueblo, pero no una amenaza ni regional ni internacional. Y ni mucho menos, el principal problema de la humanidad.

El caso Victor Serge

Victor Serge

“Sobre la mesa, entre los vasos, había un revólver Colt, de cañón corto y cilindro negro, arma prohibida cuya sola presencia era un delito; un fino Colt, nítido, que llamaba a la mano y estimulaba la voluntad.

       -Cuatrocientos, mi amigo.

      -Trescientos –dijo Romáshkin, inconscientemente, lleno ya de la magia del arma.

     -Trescientos. Lléveselo, amigo –dijo Ajim-, mi corazón confía en usted”

El caso Tuláyev, Victor Serge

Victor Serge (1890-1947) era un tipo valiente. Si aún hoy puede costarte caro sostener que la disciplina militar, la adhesión inquebrantable al líder y la mordaza para el disidente no son valores de izquierda, esto podía suponerte un tiro en la nuca en la época en la que a él le tocó vivir. De hecho, Serge pagó esa convicción con una estancia en el gulag, el desprecio de la inmensa mayoría de sus ex camaradas y una muerte triste y solitaria en México.

El sofisma usado entonces contra Serge venía a ser el que hoy también puede escucharse, aunque en circunstancias obviamente menos dramáticas: criticar en público a un líder, un partido o un movimiento de izquierda supone hacerle el juego a la derecha. Su réplica sigue siendo válida: si el fin justifica la adopción de los métodos autoritarios y caudillistas de la derecha, apaga y vámonos.

Una pequeña editorial madrileña, Capitán Swing, acaba de reeditar la novela más interesante de Victor Serge: El caso Tuláyev. Menos conocida que parientes suyos como El cero y el infinito, de Koestler, o 1984, de Orwell, esa obra supone, sin embargo, una denuncia aún más explícita de la tiranía estalinista.

Obra coral, con diversos personajes y escenarios, su trama, entre policíaca y política, se desencadena a partir del asesinato a tiros del prominente camarada Tuláyev en una gélida noche moscovita. La búsqueda del asesino levantará el telón sobre la Unión Soviética de las purgas inquisitoriales de Stalin de los años 1930, un país lúgubre y acobardado donde la expresión de la más mínima discrepancia te puede llevar a la cárcel, el campo de concentración o, si eres afortunado, la ejecución sumaria. Sobre todo si el disidente es “uno de los nuestros”, un partidario de la revolución de 1917.

Como otras anteriores, esta edición de El caso Tuláyev está prologada por Susan Sontag. La escritora estadounidense arranca llamando a Serge “uno de los héroes éticos y literarios más imponentes del siglo XX”, y, a continuación, explica por qué, pese a ello, es tan poco conocido.

Para empezar, ningún país le reivindica. Victor Serge nació en Bruselas, hijo de opositores rusos al zarismo, y vivió en Bélgica, Francia, España, Rusia, Alemania y Austria, para terminar muriendo en México. Hablaba cinco lenguas (francés, ruso, alemán, castellano e inglés) y se consideraba ciudadano del mundo.

Tampoco le reivindica ninguna ideología: trabajó junto a socialistas, anarcosindicalistas y comunistas, pero fue siempre un átomo libre, un revolucionario inclasificable e indomable, un libertario. Como a tantos otros, las esperanzas despertadas por la revolución rusa de 1917 le engancharon, y en los años siguientes fue un activo bolchevique y un dirigente del Komintern. Pero la zafiedad y brutalidad de Stalin no tardaron en asquearle. Sus primeras críticas al régimen estalinista le llevaron al gulag, de donde solo salió, para ser expulsado de la Unión Soviética, tras una intensa campaña a su favor del escritor francés André Gide.

En los años 1930, 1940 y 1950, muchos intelectuales progresistas comulgaron con la inmensa rueda de molino de no expresar el menor reparo al régimen soviético para no dar bazas a sus poderosos enemigos. Pero también hubo quién no calló. André Gide y Victor Serge estuvieron entre ellos (y en España, el socialista Fernando de los Ríos y el marxista Andreu Nin).

Serge escribió El caso Tuláyev entre 1940 y 1942, en Francia, República Dominicana y México. Huía tanto de Hitler como de Stalin y seguía considerándose un revolucionario de izquierda. Pese al fracaso de la revolución rusa, jamás renunció a la idea de que el mundo necesita un cambio radical.

Así relata Susan Sontag su penoso final: “Desarrapado, desnutrido, cada vez más aquejado de angina de pecho –que empeoró a causa de la altitud de la ciudad de México-, sufrió un infarto en la calle a altas horas de la noche, llamó un taxi y murió en el asiento posterior. El conductor lo depositó en una comandancia de policía: transcurrieron dos días antes de que su familia supiera lo que había sucedido y pudiera reclamar su cuerpo”.

Victor Serge fue el primero en calificar de “totalitario” al Estado soviético, en una carta que escribió a unos amigos de París la víspera de su detención en Leningrado, en febrero de 1933. Era una verdad como un templo. Por mucho que fuera una verdad “incómoda” para buena parte de la izquierda mundial.

Su postura frente a la verdad es lo que hace tan genuino a Victor Serge, escribió John Berger. Entre la verdad y el partido, siempre escogió la verdad.