Misisipi 1955, Florida 2013

Trayvon Martin

Eso de decir que se “acata” una decisión concreta de un tribunal concreto es una obviedad: está respaldada por el poder coercitivo del Estado y no queda otro remedio que “acatarla”, someterse a ella. Pero de ahí a respetarla y, ya no digamos, compartirla media todo el espacio de las libertades de conciencia y de expresión del ser humano, un espacio más sagrado que cualquier ley o tribunal. La absolución de George Zimmerman por un jurado de Florida es, en concreto, escandalosa, y así lo entienden muchos estadounidenses, en especial entre la minoría negra.

A primeras horas de la noche del 26 de febrero de 2012, George Zimmerman, de 28 años, hijo de blanco e hispana, mató de un disparo a Trayvon Martin, un estudiante negro de 17 años que caminaba por una calle de Stanford (Florida). Llovía y Martin, que se dirigía a casa de su novia, llevaba puesto el capuchón de su sudadera. A Zimmerman, que bordo de su vehículo y armado con una pistola del calibre 9 milímetros, hacía de vigilante voluntario de su barrio, tal como se lo permiten las leyes del lugar, aquel joven negro que se cubría con una sudadera y llevaba “algo en la mano” (era un móvil) le pareció “sospechoso”. Así lo comunicó a la Policía local, que le dijo que no hiciera nada y esperara al coche patrulla. Cuando éste llegó al lugar, Trayvon Martin estaba muerto: Zimmerman le había disparado.

Zimmerman

Nueva York, Los Ángeles, Miami, San Francisco y otras ciudades están siendo escenario de protestas por la absolución de Zimmerman, decidida en la noche del sábado al domingo por un jurado de 6 vecinas de Stanford: 5 de ellas blancas, una hispana y ninguna negra (recuérdese que Zimmerman es hijo de blanco e hispana y Trayvon Martin era negro por los cuatro costados). Según el jurado, Zimmermann no cometió el menor delito cuando le pegó un tiro a Trayvon Martin: actuó en “legítima defensa”, y poco importa que el muerto no tuviera en su poder ningún arma ni estuviera haciendo nada ilegal.

Los manifestantes en Estados Unidos expresan no solo su indignación por el veredicto, sino efectúan también una propuesta concreta: que las autoridades federales de Estados Unidos acusen a Zimmerman de otro delito distinto al de homicidio, del que ya ha sido absuelto. Éste podría ser el de discriminación racial.

En el último tramo del invierno de 2012, la muerte de Trayvon Martin ya desencadenó una oleada de indignación en Estados Unidos. Conmovido, el propio Obama declaró: “Si yo tuviera un hijo, se parecería a Trayvon”. Escribí un artículo sobre este caso en la primera temporada de Crónica Negra, en elpais.com. Se titulaba Un negro con capucha, un blanco con pistola, y arrancaba así: “Chester Himes solía decir que si eras joven, varón y negro en Estados Unidos, lo mejor que podías hacer cuando un blanco te dirigía la palabra era quedarte más quieto que una farola y mirarle como si fueras un borrego. El mero parpadeo, añadía, autorizaba al blanco a pegarte un tiro. Lo decía hace medio siglo y, por lo que sabemos del caso Trayvon Martin,el consejo sigue siendo válido, por mucho que en la Casa Blanca viva un mulato llamado Obama”.

En la noche de autos, Zimmerman no tardó en ser puesto en libertad sin ningún tipo de cargos. Aplicándole una ley llamada Stand Your Ground, la Policía local aceptó que había actuado en “legítima defensa”. Sin embargo, dos semanas después, las protestas forzaron a la fiscal general del Estado de Florida a enmendar la plana a la Policía de Stanford y detener y acusar de homicidio al ahora absuelto vigilante.

Philippe Vion-Dury ha comparado en Rue89 la emoción provocada en la comunidad negra estadounidense por el caso Trayvon Martin con la muerte de Emmett Till en 1955. Emmett Til, de 14 años, vivía en Misisipi, un Estado sudista en el que, como recuerda Vion-Dury, el linchamiento de negros no era entonces una rareza. Una tarde de agosto, al adolescente negro se le ocurrió flirtear públicamente con una joven blanca llamada Carolyn Bryant; lo pagó pocos días después: fue secuestrado, torturado, mutilado y arrojado a un río, donde se ahogó, por el marido de Carolyn, Roy Bryant, y un hermano. Los Bryant fueron absueltos por un jurado de doce hombres blancos.

Humanos, demasiado humanos, los jueces y los jurados no son ajenos a prejuicios raciales, sexuales, nacionales o de clase. Ni entonces ni hoy, ni allí ni aquí. Por eso, sus sentencias más deshonestas merecen ser abucheadas ante el tribunal de la opinión pública. Lo hizo Émile Zola en el affaire Dreyfus (J´accuse) y lo acaba de hacer en The Guardian el cronista negro Gary Younge a propósito de la absolución de Zimmerman (Open season on black boys after a verdict like this).

Un veredicto semejante, según Younge, levanta la veda del joven negro en Estados Unidos.

¿Enemigos del Estado?

En un tuit del jueves 11 de julio, Maruja Torres escribía refiriéndose irónicamente a Barack Obama: “Éste merece ser blanco”. Sí, a tenor, entre otras cosas, de la saña con la que dirige la búsqueda y captura de Edward Snowden, Obama es tan “blanco” como George W. Bush, aunque, eso sí, mucho más listo.

El primer presidente afroamericano de Estados Unidos prosigue la llamada “Guerra contra el terror”, pero utilizando el secreto y las nuevas tecnologías allí donde su predecesor prefería el escándalo público y la política de la cañonera. En Crónica Negra ya he escrito que Obama es el primer comandante en jefe de las ciberguerras estadounidenses del siglo XXI: está llevando a niveles masivos el uso de drones para asesinar a presuntos terroristas, de virus cibernéticos para sabotear a rivales potenciales y del espionaje de las conversaciones telefónicas y el acceso a Internet para saber lo que hacemos todos y cada uno de nosotros. Ahora le tomo prestada una fórmula a mi compañera Elena Reina: Obama es una especie de Bush 2.0.

No nos engañemos: hay que ser “blanco” para ocupar la Casa Blanca. Wall Street y el complejo militar-industrial que denunciaba el mismísimo Eisenhower no permitirían otra cosa. Colin Powell o Barack Obama jamás habrían llegado tan lejos si su alma no hubiera sido bastante más pálida que la piel de su rostro. Lo demás es una cuestión de matices –más o menos progresista, más o menos conservador– en derechos civiles, sanidad, ingresos fiscales y gasto público, agresividad en la acción exterior. No negaré la importancia de esos matices en la vida de millones de personas, lo que quiero subrayar aquí y hoy es que, al lidiar con el dinero y las armas, hasta el denominado “hombre más poderoso del planeta” se debe a “intereses superiores”.

A raíz del caso Snowden, me he acordado de una película que vi en Washington cuando vivía allí, en la segunda mitad de los años 1990. Se llama Enemy of the State (“Enemigo público” en España) y la protagoniza el actor negro Will Smith. Es un trepidante thriller que cuenta cómo un abogado que descubre por casualidad un asesinato cometido por gente del NSA (National Security Agency) es perseguido implacablemente por los autores del crimen. Quieren matarle, claro.

El thriller literario y cinematográfico suele anticipar lo que será titular de periódicos y telediarios años después. En el caso de Enemy of the State, su novedad estribaba en que, tres lustros antes del caso Snowden, desvelaba cómo los servicios de inteligencia pueden localizarnos a cualquiera de nosotros en cualquier lugar y momento a través del uso que hagamos de nuestros móviles, conexiones a Internet, navegadores GPS en automóviles y tarjetas de crédito. Por supuesto, el personaje interpretado por Will Smith era estigmatizado oficialmente como “una peligrosa amenaza para la seguridad nacional”, el cuento con el que gobernantes y servicios policiales y de espionaje consiguen la aquiescencia de la mayoría para seguir construyendo el 1984 orwelliano.

Con 58 años en el planeta y 35 en el oficio, estoy bastante curado de espantos, y, sin embargo, me escandaliza estos días ver como gente que dice llamarse “periodista” adopta con fervor el punto de vista del Estado norteamericano en relación al caso Snowden. No puedo estar más de acuerdo con lo que, a propósito de los Snowden, Manning, Wikileaks y compañía, acaba de escribir en The Guardian Jeff Jarvis, profesor de periodismo de la City University of New York. En un artículo titulado Who is a journalist?, que contiene además una interesantísima reflexión sobre la democratización del oficio en estos tiempos de Internet y redes sociales, Jarvis sostiene que los mencionados whistleblowers son, en todo caso, “culpables” de actos de periodismo; en ningún caso de actos de “traición a la patria” o “espionaje para potencias extranjeras”.

“¿Qué diablos es el periodismo?”, se pregunta Jarvis. Él mismo da la respuesta: “Es un servicio cuya misión es tener informado al público. (…) Cualquier cosa fiable que sirva al objetivo de tener una comunidad informada es periodismo. (…) El verdadero periodista debería desear que cualquiera se sume a la tarea”. Los Manning, WikiLeaks, Snowden y Greenwald, concluye el profesor neoyorquino han realizado “actos de periodismo”, actos de servicio en provecho de una comunidad mejor informada.

¿Enemigos del Estado? En todo caso, del Estado con vocación totalitaria.