
Eric Garner, estrangulado por un policía en Nueva York
Eric Garner murió asfixiado en Nueva York. Era asmático y un robusto policía le aplicó una llave de estrangulamiento cuando yacía indefenso en el suelo.
Garner estaba inmovillizado y rodeado de agentes. Mientras el policía le estrangulaba, acertó a decir que se estaba ahogando (I can´t breath, No puedo respirar). Imploró auxilio. Repetidamente. En vano.
Se ganaba la vida con la venta ambulante de cigarrillos. No tenía permiso, pero así alimentaba a su familia: esposa y seis hijos.
Hasta que la Policía le sorprendió en la calle.
Daniel Pantaleo es agente de la Policía de Nueva York. Fue el hombre que estranguló a Garner el pasado 17 de julio.
Garner era negro. Pantaleo no es negro.
Pantaleo acaba de ser absuelto por un jurado de Nueva York. Miles de afroamericanos salen a la calle allí y en otras ciudades de Estados Unidos. Protestan por esa inicua absolución.
Las televisiones llevan varias semanas dando imágenes de este tipo.
Hace poco fue en Ferguson, un suburbio de San Luis (Misuri). Un jurado absolvió a un policía que había matado a tiros a Michael Brown.
Brown tenía 18 años de edad, estaba desarmado y carecía de antecedentes. Se rindió ante el policía, pero éste le pegó seis tiros, seis.
Brown era negro. Darrell Wilson, el policía, era blanco. La mayoría del jurado que pronunció la absolución era blanca. La mayoría de la gente que protestó, pacífica o violentamente, era negra.
Tamara King, una de las manifestantes de Ferguson, declaró: «La gente siempre dice: «¡Oh, ya estás otra vez con la carta de la raza! Mi pregunta es: ¿Quién creó la baraja? ¡Ustedes crearon la baraja!«.
La impunidad de la Policía cuando abusa de la fuerza ante negros es la chispa y el combustible de los incendios de Ferguson y Nueva York.
Es el día de la marmota. Eso ya ocurrió en Los Ángeles en agosto de 1965 –disturbios de Watts– y en la primavera de 1992 –caso Rodney King-. Y en muchos otros lugares y momentos.
Poco cambia las cosas el que el presidente de Estados Unidos sea ahora un negro –más bien un mulato- llamado Obama.
Los negros que protestan no están paranoicos. La sucesión de casos diseña un patrón de conducta.
En julio de 2013, George Zimmerman, un vigilante voluntario de Stanford (Florida), fue absuelto por un jurado racialmente favorable a su persona de cualquier posible delito relacionado con la muerte, un año antes, de un chaval negro llamado Trayvon Martin.
Trayvon tenía 17 años y su único delito era pasear por un barrio acomodado de blancos con la capucha del chándal sobre la cabeza.
Zimmerman le disparó con su pistola del calibre 9 milímetros y lo dejó seco.
Policías, guardias y vigilantes tienen en Estados Unidos licencia para matar a aquellos tipos de minorías raciales o culturales que les parezcan sospechosos. En 2013 se cargaron a 461 personas, según las estadísticas oficiales. Eugene Robinson informa en The Washington Post que ese diario ha estudiado el asunto y que la cifra de muertos anuales llega a los 1.000.
También en otras partes la Policía ha recibido el privilegio de la impunidad en el abuso de la fuerza. Aquí mismo la detención arbitraria, la saña de los antidisturbios, los malos tratos en comisarías y hasta el homicidio por violencia excesiva se saldan con absoluciones o indultos.
Gobernantes y buena parte de la ciudadanía justifican la brutalidad policial en la ideología del miedo impuesta tras el 11 de Septiembre.
La revista Esquire entrevistó en julio de 1968 al escritor afroamericano James Baldwin. Los suburbios negros ardían de dolor y cólera por el asesinato de Martin Luther King. Baldwin declaró que no eran los negros los que tenían que enfriar la situación (“It is not for us to cool it”). La revista le dedicó la portada a esa idea.
No son las víctimas las que tienen que calmarse. No sin haber recibido antes un mínimo de consuelo y reparación.
Chester Himes y Walter Mosley son los más celebres autores afroamericanos de thriller. Himes contó Harlem desde dentro. Mosley está contando el Los Ángeles de la gente de piel oscura.
Chester Himes solía decir que si eras joven, varón y negro en Estados Unidos, lo mejor que podías hacer cuando un blanco te dirigía la palabra era quedarte más quieto que una farola y mirarle como si fueras un borrego. El mero parpadeo autorizaba al blanco a pegarte un tiro.
Easy Rawlins, el protagonista de muchas novelas de Walter Mosley, oculta su fortuna y sigue trabajando de portero y limpiador. Piensa que lo más seguro para un negro es mostrarse pobre y sumiso. “Yo estoy trabajando. Yo sólo estoy trabajando”, dice Easy Rawlins en su primera frase en Una muerte roja (Anagrama, 1995).