Oficina de leyendas

Fotograma de «Le Bureau des légendes»

La sed de los espías es insaciable. Cuando se hayan bebido toda el agua potable del planeta -y también todos sus demás líquidos, alcohólicos y no alcohólicos-, desalinizarán los océanos para poder seguir bebiendo. Su coartada es teóricamente impecable: nos espían a todos por nuestro propio bien, para proteger nuestra seguridad, la individual y la colectiva. Todos somos niños pequeños que necesitamos estar permanente vigilados por padres o tutores que no hemos podido escoger.

No es de extrañar que, por órdenes del Gobierno o por iniciativa propia, el entonces llamado CESID -hoy CNI- escuchara y grabara las conversaciones telefónicas de Juan Carlos I, el mismísimo jefe del Estado al que ese organismo decía servir. Nunca se sabe que sabrosas confidencias –amoríos, negocios, filias, fobias- pueden caer en el saco. Nunca se sabe cuándo esas confidencias pueden resultarles útiles a alguien –el Gobierno, los mismos espías, algún banquero o empresario, algún aliado extranjero- para hacer algún chantaje. Tú guárdalo por si acaso.

Hemos escuchado estos días algunos fragmentos de las conversaciones de Juan Carlos I que fueron interceptadas en 1990 por el CESID y hemos confirmado así que el anterior monarca, amén de campechano, era un mujeriego impenitente. Pero la pregunta que surge de inmediato es quién y para qué utilizaría en su momento esa información. Seguro que no fue tan solo para bromear con el jefe de Estado sobre lo feliz que le hacía tal o cual dama.

Hace dos o tres años también supimos que los espías norteamericanos de la CIA y la NSA interceptan a placer las conversaciones telefónicas y la actividad en Internet de miles de políticos, empresarios, periodistas, científicos y activistas de todo el planeta. Gente toda ella poco sospechosa de pertenecer a ISIS, Al Qaeda u organizaciones diabólicas semejantes. ¿Rompió por ello Alemania, Francia o algún otro de los damnificados sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos? En absoluto. Las protestas fueron tan tímidas que ni se escucharon. Y, por supuesto, no faltaron cretinos para salir en las teles y decir que ese espionaje masivo es normal y hasta saludable -es por nuestra seguridad- y que si uno no tiene nada malo que ocultar no debe enfadarse porque violen su privacidad sin su consentimiento.

En realidad, los espías se espían hasta a sí mismos. Y no me estoy refiriendo al lógico seguimiento de la actividad de los servicios rivales. Lo que estoy diciendo es que los servicios de inteligencia también escrutan subrepticiamente a sus propios agentes. ¿Qué hacen en sus ratos libres? ¿A quién ven? ¿Con quién se divierten o se acuestan? ¿Cabe alguna posibilidad de que sean topos del enemigo o desarrollen una agenda propia? En las cloacas ninguna lealtad está garantizada.

El actor Mathieu Kassovitz interpreta al agente Debailly

Lo cuenta de modo excelente la serie televisiva francesa Le Bureau des légendes. Que yo sepa, esa serie no se emite en España, lo que es una pena para los aficionados a las ficciones sobre espías. Unas ficciones que esos aficionados saben o intuyen  –y así lo confirma el maestro Le Carré- que en muchas ocasiones son lo más aproximado a un reportaje periodístico que puede hacerse sobre ese submundo.

Producida por el Canal + francés, Le Bureau des légendes pertenece a la categoría de ficción realista, creíble, verosímil. Ofrece una extraordinaria cantidad de información sobre el funcionamiento de la DGSE (Direction Générale de la Sécurité Extérieure), el principal servicio de inteligencia francés. Lo hace a través de las andanzas de un agente llamado Guillaume Debailly, que, tras una estancia en el Damasco en guerra,  debe encargarse de la desaparición de uno de sus compañeros en Argelia. A partir de ahí la serie nos cuenta la formación de los agentes clandestinos, el control permanente al que están sometidos, los trucos de los servicios de inteligencia para utilizar como tapaderas otros servicios más «amistosos» del Estado y la cantidad enorme de información que  pueden obtener a través de los teléfonos y de Internet.

Guillaume Debailly no es un superhéroe como los mucho menos verosímiles James Bond o Jason Bourne. Sus principales recursos no son su capacidad para seducir bellezas o  combatir con las manos desnudas, una Walther PPK o algún gadget de laboratorio. Su principal arma es su capacidad para construir un personaje falso y hacerlo creíble ante los ojos de aquellos que bien podríamos llamar sus víctimas. Su arte para vivir bajo diversas identidades a la vez.

El hombre de las mil caras es el título de la película española sobre nuestro más célebre espía contemporáneo, Francisco Paesa. Una buena película y un buen título.

Espiando a periodistas

Eric Holder

Al pretender justificar por razones de “seguridad nacional” el espionaje a periodistas de la agencia Associated Press (AP), el Gobierno de Barack Obama recuerda a su predecesor, el de George W. Bush. Lamentable.

Tras el 11-S, Bush y su neocon pusieron en marcha el mayor ataque a las libertades y derechos en Estados Unidos desde los tiempos de la caza de brujas del senador McCarthy. Si en los años 1950 el comunismo había sido el pretexto del mcarthysmo, en los de Bush lo fue Al Qaeda. Con el confuso y rimbombante eslogan de “guerra contra el terror”, Estados Unidos se enfangó en el Patriot Act, la guerra de Irak, los secuestros y torturas de la CIA, los infiernos de Guantánamo, Abu Ghraib y otras prisiones públicas o secretas…   Incluso el New York Times se prestó a ser un instrumento de propaganda bélica gubernamental vía las mentiras allí publicadas por Judith Miller.

Obama llegó a la Casa Blanca para cerrar ese triste capítulo de la historia estadounidense. Le apoyó la mayoría del pueblo norteamericano y contó con inmensa simpatía internacional. Ahora, sin embargo, su fiscal general y ministro de Justicia, Eric Holder, declara que, bueno, puede que el espionaje a los periodistas de AP no fuera del todo correcto, pero, en fin, estuvo motivado por el hecho de que esa agencia había  publicado una información sobre un tema de terrorismo que debería haberse mantenido secreto. Lo que pretendía el Gobierno, confiesa Holder, era averiguar cuál había sido la fuente de AP en ese asunto; la filtración, dramatiza, “puso en peligro a los ciudadanos de Estados Unidos”.

Hasta el momento, Obama no se ha mojado demasiado. A través de un portavoz, ha dicho que él ni ordenó ni conoció esa investigación, que “cree en la libertad de prensa” y que, a la par, considera su obligación “proteger la seguridad nacional”. Se investigará el asunto y, si las hay, se depurarán responsabilidades. Blablabla.

Poca cosa para un político que se opuso valientemente a la guerra de Irak y al campo de concentración de Guantánamo. Poca cosa para el presidente de un país que consagra la libertad de expresión en la Primera Enmienda a su Constitución, y que fue fundado por, entre otros, un tal Thomas Jefferson que una vez declaró: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”.

Publicada el 7 de mayo de 2012, la noticia de AP que desencadenó la furia inquisidora del departamento de Justicia de Washington daba cuenta de que la CIA había impedido un atentado terrorista planeado por gente de Al Qaeda en Yemen. Los yihadistas pretendían detonar una bomba dentro de un avión con destino Estados Unidos.

El atentado, por supuesto, ya había sido evitado en el momento de publicar esa información. Pero llovía sobre mojado. El Gobierno de Obama estaba enfurecido por la filtración al New York Times de dos grandes historias. Una versaba sobre los nuevos métodos de lucha contra Al Qaeda liderados por Obama: los asesinatos de yihadistas con drones (aviones no tripulados) en Yemen, Afganistán, Paquistán y otros países. La otra informaba de la nueva arma de Washington en su pulso con el Irán de los ayatolás: la creación de los malignos virus informáticos Stuxnet y Flame.

Había, pues, que averiguar quién o quiénes estaban contando este tipo de cosas a la prensa. El número dos de Holder, el subsecretario James Cole, se puso al frente de la cacería y, ni corto ni perezoso, sin mandamiento judicial, invocando una directiva que justifica acciones expeditivas del poder ejecutivo en casos de graves amenazas a la seguridad nacional (NSL, National Security Letter), ordenó al FBI que obtuviera información sobre las llamadas telefónicas de decenas de periodistas de AP.

No hubo escuchas o grabaciones, dice Justicia, pero sí las listas de las conversaciones arrancadas manu militari a las compañías. A quién llamaban los periodistas, de quién recibían llamadas, cuánto duraban, dónde estaban los interlocutores, ese tipo de cosas. Eso duró, como mínimo, dos meses y afectó a los teléfonos privados y profesionales de reporteros de Washington, Nueva York y Hartford.

Semejante violación masiva de la confidencialidad de las comunicaciones telefónicas de los periodistas salió a la luz el pasado viernes, cuando un funcionario del departamento de Justicia se lo reveló a AP.

Bernstein

Desde entonces, los periodistas norteamericanos no salen de su indignación. “Asistimos a la continuación de los ataques a la libertad de expresión llevados a cabo bajo la presidencia de Barak Obama”, escribe Kevin Gostzola en salon.com. “El presidente y la gente que le rodea ha desencadenado una guerra sin precedentes contra las fuentes de los periodistas”, dice en MSNBC Carl Bernstein, uno de los dos reporteros que investigaron el caso Watergate.

Berstein ha hecho un buen análisis de este escándalo. “El objetivo es intimidar a la gente que habla con los periodistas”, dice. “La seguridad nacional”, prosigue, “es siempre el falso pretexto de los gobiernos para ocultar información que el pueblo tiene derecho a conocer”.

Así es. Allí y aquí.

Irak y Guantánamo, misiones incumplidas

Es una evidencia universal que Barack Obama es mucho más inteligente que su predecesor, George W. Bush, el papanatas que, hace diez años, tal día como hoy, el primero del mes de mayo, se exhibió a bordo del USS Abraham Lincoln para pregonar triunfalmente que Estados Unidos había ganado la guerra de Irak, y, en consecuencia, el mundo iba a ser mejor a partir de entonces. Bush había llegado al portaviones disfrazado de piloto de combate y, luego, ya de civil, largó su penoso discurso televisado. Mission accomplished, misión cumplida, rezaba la pancarta con los colores de la bandera estadounidense que tenía detrás.

      Como no pocos predijeron entonces, aquella guerra no había hecho más que empezar. Continuaría algunos años más dejando la reputación internacional de Estados Unidos por los suelos y, lo que es peor, cientos de miles de muertos y un Irak dividido sectariamente, gobernado por la corrupción, violento a más no poder y empobrecido hasta dar pena. En cuanto al mundo, no tardaría en sumergirse en la más pavorosa crisis económica desde el crash de 1929.

    En vísperas del décimo aniversario de esa gilipollez, Obama ha declarado, el 30 de abril, que sigue deseando cerrar Guantánamo. Es una de las promesas de su campaña electoral de 2008 que no ha podido cumplir. Los republicanos del Congreso de Estados Unidos llevan más de cuatro años torpedeando sus, por lo demás, tímidos intentos por clausurar una de las páginas más ominosas de la historia contemporánea norteamericana.

    En Guantánamo siguen enjauladas 166 personas. Llevan allí años sin haber sido acusadas formalmente del más mínimo delito ante un juez. Sus captores afirman que son yihadistas peligrosísimos, pero eso, en un Estado de derecho, es algo que no decide el poder ejecutivo sino el judicial.,

    La declaración de buenas intenciones de Obama del 30 de abril se produce cuando la mayoría de los cautivos del producto estrella del Gulag neocon –entre 100 y 130- están en huelga de hambre desde hace semanas, y una veintena de ellos son mantenidos en vida a través de sondas nasales. “No quiero que esas personas mueran”, ha dicho Obama.

    Con la ayuda de sus amiguetes Blair y Aznar, Bush invadió Irak saltándose a la torera la legalidad internacional y pretextando mentiras descomunales. Pero el tiro le salió por la culata. La guerra de Irak reveló ante la faz del mundo las limitaciones de la potencia militar estadounidense, terminó convirtiéndose en un nuevo Vietnam, en la enésima demostración de que los pueblos tienen tendencia a alzarse contra los invasores por mucho que estos pretendan actuar con el fin de llevarles el progreso. El Mission accomplished del 1 de mayo de 2003  tardó poco en convertirse en un sarcasmo, en ridiculizar a Bush y sus neocon.

      Obama jamás ha proclamado que ha cumplido su misión en lo relativo a Guantánamo. No es tonto como Bush y sabe que no, que de eso nada. Así que ha invitado a los congresistas y al pueblo norteamericano a reflexionar de nuevo sobre ese presidio, precisando que, por su parte, él sigue deseando cerrarlo.

      Situado en una base militar estadounidense en la isla de Cuba, el presidio de Guantánamo fue creado por el Gobierno de Bush tras los atentados yihadistas del 11-S. Desde su apertura, en 2002, han pasado por allí unas 800 personas capturadas por los militares o los espías estadounidenses en diversos lugares del planeta, en muchas ocasiones por el procedimiento del secuestro. Solo 9 de los capturados han sido presentados ante una autoridad judicial. Enrejados, encadenados, amordazados, torturados y con sus tristemente célebres monos de color naranja, el resto ha vivido, y sigue viviendo, en un limbo legal, en un espacio donde no se aplica ningún derecho, ni el nacional ni el internacional.

     Guantánamo se inserta en el universo de pesadilla inquisitorial anunciado en El proceso, de Kafka, el mismo al que pertenecieron los campos nazis y estalinistas.

El pícaro que Bush usó como fuente para su guerra de Irak

Al Janabi

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, al derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York, el destino de Sadam Husein quedó sellado. Aquel brutal atentado era el pretexto ideal para llevar a cabo la invasión y ocupación de Irak con la que soñaban desde hacía años, desde los tiempos del primer Bush, los neocon que gobernaban Washington.

Pero había que inventar un argumentario (build a case, lo llamaron). Incluso los hooligans necesitan dos o tres razones, o supuestas razones, para apoyar un despropósito. Una de las fabricadas en los “laboratorios de ideas” de Washington, las conexiones entre Sadam y Bin Laden, sólo estaba destinada a los seguidores más mostrencos, a aquellos que creen que todos los gatos son pardos. Era sabido universalmente que Sadam y Bin Laden se detestaban y se combatían con la ferocidad de dos gallos de pelea.  Esos grandes maestros de la intoxicación que son los neocon le añadieron, pues, un par de razones más. Una, de escasa credibilidad, era la milonga de que la invasión de Irak iba a llevar la democracia al mundo árabe, desde el Golfo Pérsico al Atlántico magrebí. Una tercera, en cambio, podía engañar a gente deseosa de ser engañada: Sadam fabricaba armas de destrucción masiva con las que pretendía convertir el planeta en un infierno apocalíptico antes de lo que se tarda en contarlo.

El 5 de febrero de 2003, Collin Powell, entonces secretario de Estado norteamericano, hizo el ridículo más espantoso en Naciones Unidas afirmando que quedaba probado que Sadam estaba fabricando armas biológicas. Lo sustentaba en unas fotos borrosas de camiones en mitad de la nada, unos esquemas de algo seudoindustrial que podría haber dibujado cualquier niño y, tatachín, tatachán, las revelaciones de un gran científico iraquí que había desertado a Occidente.

Aquella “fuente” altamente secreta, conocida como Curveball, se llamaba, y se llama, Rafid Al Janabi. En realidad, no era un gran científico y no tenía la menor idea de si Sadam fabricaba o no armas biológicas, químicas y nucleares. Al Janabi era un pícaro iraquí -un pequeño químico que había terminado como taxista tras ser despedido por robo de una empresa- que se había escapado a Alemania y, para reforzar su solicitud de asilo político, se había inventado la historia que los servicios secretos alemanes querían oír (y compartir, alborozados, con sus tutores de Washington).

Con el título de L´incroyable histoire qui a permis la guerre en Irak, Le Nouvel Observateur reconstruye en su última edición cómo Al Janabi llegó a vivir a cuerpo de rey en Alemania -Mercedes incluido- tras largarle al servicio de espionaje germano, el BND, que él había sido el responsable de un plan para fabricar armas biológicas en unos “laboratorios clandestinos móviles”, o sea, a bordo de camiones que nomadeaban por el territorio iraquí. “Enamorado de su fuente”, el BND le creyó a pie juntillas y se lo comunicó a los norteamericanos.

Powell ha reconocido a Le Nouvel Observateur que cuando él hizo en la ONU las afirmaciones que hizo no tenía idea de quién era Curveball. Fiel soldado, interpretó el papelón que arruinó su carrera sin hacer demasiadas preguntas. Por aquel entonces, sin embargo, tanto el BND como la CIA dudaban mucho de la credibilidad de Al Janabi. Un par de interrogatorios en profundidad habían abierto más grietas en su historia que un terremoto de los gordos en la escala Richter. A los capos de Washington –los Rumsfeld y compañía- eso les importó un pepino. El 28 de enero de 2003, en un discurso sobre el Estado de la Unión convertido en arenga guerrera, George W. Bush soltó lo de los “laboratorios móviles”.

Pese a las protestas internacionales, las tropas norteamericanas y sus aliados del Trío de las Azores atacaron Irak el 20 de marzo de 2003. No tardaron en deshacerse de un Ejército en chanclas y con armas soviéticas del año de la Tarasca. “Misión cumplida”, se jactó Bush en el show del portaaviones. Tontería monumental: lo peor estaba por venir.

En febrero de 2011, Rafid Al Janabi, que sigue viviendo en Alemania, concedió una entrevista al diario británico The Guardian. Reconoció sus mentiras. “Tuve la suerte”, dijo, “de haber inventado algo que hizo caer a Sadam”.

Hollywood ya ha hecho unas cuantas películas interesantes sobre la guerra de Irak, sobre las mentiras que pretendieron justificarla y sobre la pesadilla desastrosa en que se convirtió: 100.000 civiles iraquíes y 4.400 soldados norteamericanos muertos, un país arrasado y desmembrado, una oportunidad de oro para Al Qaeda, una tremenda pérdida de popularidad internacional para Estados Unidos.

Dirigida por Doug Liman y protagonizada por Naomi Watts y Sean Penn, una de ellas, Fair Game (Caza a la espía), narra la historia real de cómo los gobernantes neocon de Washington orquestaron una campaña para desacreditar a Valerie Plame, la agente de la CIA cuyo marido, el diplomático Joseph Wilson, demostró que era imposible que Irak se hubiera abastecido de uranio enriquecido de Níger. Eso le arrebataba a Bush otro de sus falsos pretextos.

Green Zone (Distrito protegido), dirigida por Paul Greengrass e interpretada por Matt Damon, cuenta las peripecias de una unidad de soldados norteamericanos encargados de encontrar las armas de destrucción masiva en el Irak ya ocupado por las tropas de las barras y estrellas. Por supuesto, no las encuentran. No las había, nunca las hubo. Sadam, sin duda, soñó con producirlas, pero abandonó la idea tras su derrota en Kuwait en 1991 y los posteriores años de sanciones internaciones e inspecciones de la ONU.

Hace ya una década, cuando fue atacado, Sadam seguía siendo un tirano cruel y sanguinario para su pueblo, pero no una amenaza ni regional ni internacional. Y ni mucho menos, el principal problema de la humanidad.

Viaje al Irán de «Argo»

En los años 1980, la época en la que fui corresponsal en Beirut y Rabat, viajé con frecuencia a la República Islámica de Irán. Era muy difícil conseguir un visado de entrada, pero las autoridades de Teherán nunca me lo negaron por el simple hecho de que en mis informaciones sobre la guerra entre Irak e Irán siempre subrayaba que Sadam Husein había sido el agresor. Era una verdad que los medios occidentales tendían a ocultar.

El ambiente en Teherán era febril. La fea capital iraní era a la par escenario de una revolución de apenas pocos años de edad y una feroz guerra contra el vecino iraquí. Vivía el ayatolá Jomeini, su régimen era entonces popular entre las masas shiíes y todos los viernes se desarrollaban gigantescas manifestaciones de hombres barbudos y mujeres enlutadas que gritaban contra Sadam y contra América. Nadie parecía echar de menos a un Sha tiránico y cleptócrata.

Vi Argo hace unas semanas. Me gustó. No tanto como para concederle el Oscar a la mejor película que acaba de ganar, pero sí lo suficiente como para recomendarla vivamente a todos aquellos a los que les gusta el cine basado en hechos reales políticos y/o de espionaje. Es un buen thriller.

De la película dirigida e interpretada por Ben Affleck, lo que más me convenció fue el realismo casi documental de su ambientación en el Irán de los primeros años del jomeinismo. El paisaje urbano y humano del filme me devolvió de inmediato a mis viajes de entonces a Teherán. Pero aún más lo hizo la narración de lo difícil que era salir de allí.

Si conseguir un visado de entrada a Teherán era muy complicado, aún lo era más abandonar la ciudad por el aeropuerto de Mehrabad. Por razones de guerra, los aviones despegaban solo a primeras horas de la madrugada, y para acceder a ellos había que superar tres controles de identidad y otros tantos registros del viajero y su equipaje. El último, el de los pasdaranes, era, como bien cuenta Argo, el más angustioso.

La guardia pretoriana del jomeinismo velaba no sólo por cuestiones políticas y de seguridad, sino por cosas como que nadie saliera de allí con más dólares de los que había declarado al entrar o con algún recuerdo del país que pudiera ser considerado una antigüedad. Una vez me retuvieron durante horas por pretender sacar una hermosa miniatura que me había regalado un amigo. Era una noche de Ashura y la música del luto shií que atronaba la sala de interrogatorios de los pasdaranes reforzaba la impresión de pesadilla.

Argo recrea la historia de cómo en 1980 la CIA, con ayuda canadiense, logró sacar de Irán a un grupo de estadounidenses que habían escapado al asalto y secuestro de su embajada en Teherán. Buena parte de su argumento es histórico, como ha señalado Vincent Dowd en un reportaje para la BBC (Argo: The true story behind Ben Affleck’s Globe-winning film).

No obstante, Argo es una película y algunos de sus componentes son fantasiosos o muy fantasiosos. Uno de ellos es cierta santificación del principal servicio de espionaje exterior estadounidense. En una reciente reseña del libro The CIA in Hollywood, Tom Hayden ha denunciado la tendencia a la glamourización de esta agencia en Argo y otros filmes recientes. “La CIA”, escribe, “está colocando imágenes positivas sobre ella misma, es decir, propaganda, en nuestros modos más populares de entretenimiento”.

       A Jimmy Carter, el presidente de Estados Unidos que terminó pagando los platos rotos del secuestro de su embajada en Teherán, le ha gustado Argo. Como película, como entrenamiento, ha precisado. Sin embargo, le pone peros a la completa exactitud de su guion. “En mi opinión, el verdadero héroe fue Ken Taylor, el embajador canadiense que orquestó todo el proceso”, ha precisado en unas declaraciones recogidas por The New Yorker.

Pero, claro, resulta difícil que Hollywood dedique una película, y encima le dé el Oscar, a una historia protagonizada por un diplomático canadiense. Así que anoche fue la versión con heroísmo sobredimensionado de la CIA la que triunfó en Los Angeles.

Sexo y yihad en Malí

 

“Malko miró el horizonte desértico que se extendía ante ellos: de allí, cual jinetes del Apocalipsis, podían surgir las hordas islamistas en cualquier momento. Su misión naufragaba”.

Gérard de Villiers escribe estas líneas en la última entrega de S.A.S., su longeva serie de novelas de espionaje protagonizada por Malko Linge, un trotamundos austríaco al servicio de la CIA. Publicada en octubre de 2012, esa última entrega se titula Panique à Bamako, y lleva este subtítulo: Qui stoppera les Islamistes en route pour Bamako?

Ahora sabemos que François Hollande es la respuesta a tal pregunta. Los soldadosfranceses enviados a Malí por Hollande han detenido a los envalentonados yihadistas en ruta hacia Bamako y los han desalojado de Tombuctú y Gao, enviándolos de nuevo a las arenas del Sáhara. Desde ahí seguirán dando guerra, sin duda.

Soy lector de Gérard de Villiers desde mis tiempos de Beirut, a mediados de los años 1980, pero nunca lo he confesado por escrito. Si lo hago ahora es porque The New York Times, en un largo artículo de su suplemento semanal,  The Spy Novelist Who Knows Too Much, ha desvelado la principal razón por la que unos cuantos periodistas, diplomáticos y espías del planeta leemos en secreto a De Villiers desde hace décadas. Sus novelas, señala Robert F. Worth, el autor del artículo, siempre están basadas en el conflicto internacional más candente del momento, y contienen una cantidad extraordinaria de información tanto sobre los actores e intereses en juego como sobre los usos y costumbres de la zona donde se desarrollan.

De Villiers

De Villiers, un parisiense de 83 años, tiene muchísimos otros lectores (se calcula que las novelas de la serie S.A.S.han vendido unos 100 millones de ejemplares en todo el mundo). Supongo que la mayoría son varones porque este pulp-fictionfrancés está asimismo repleto de sexo y violencia hasta niveles pornográficos. No seré yo quien discuta que De Villiers es machista y colonialista,  clasista y derechista, de todo punto “políticamente incorrecto”. También es cierto que la calidad de sus textos no le llega a la suela de los zapatos a John Le Carré y que en glamour están muy por debajo de Ian Fleming. Y sin embargo…

   Desde marzo de 1965, fecha de la aparición de S.A.S. en Estambul, De Villiers ha escrito cada año cuatro o cinco entregas de la seria protagonizada por Malko Linge, y ahora está ultimando la número 197. Su punto fuerte es el trabajo de campo. Recoge información sobre el terreno como un reportero de la vieja escuela, y le añade una buena dosis de información confidencial que obtiene de sus muchos amigos espías, gente de la CIA, la DGSE, el Mosad y otros servicios.

De Villiers es muy bueno para sintetizar enrevesadas situaciones políticas y bélicas, de modo que no es inútil que el reportero enviado a Pekín, Caracas, Moscú, Jerusalén, Johannesburgo o Beirut se lleve el libro correspondiente de la serie S.A.S. junto con la documentación ortodoxa.

    Por ejemplo, Panique à Bamako retrata muy bien la atmósfera de una capital de Malí donde no manda nadie y sobre la que en cualquier momento pueden caer los yihadistas cual plaga de langostas.

Aparece el capitán Sanogo, el jefecillo de la junta militar que, en marzo de 2012, depuso al presidente Amadu Tumani Turé. Samogo, según acaba de informar el diario Le Pays, de Uagadugú, sigue acantonado cerca de Bamako y no ha renunciado a su pretensión de gobernar Malí. “A su pesar, el jefe de la ex Junta ve desfilar por el suelo de Mali a soldados extranjeros”, escribe Le Pays. “En el colmo de la ironía, han venido a socorrer al pueblo maliano en el papel que hubiera debido corresponder a un Ejército nacional minusválido, dividido y desbordado”.

También salen en Panique à Bamako los tuareg del Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA). Fueron ellos los que, a comienzos de 2012, desencadenaron esta crisis al arrebatarle al Ejército de Malí buena parte del norte desértico del saheliano. Sueñan con crear allí un Estado tuareg independiente llamado Azawad.

Y, por supuesto, están los yihadistas. Una constelación de ellos acompañaba a los victoriosos guerreros del MNLA en la ofensiva de comienzos de 2012. Integrados por tuareg, árabes y negros, fueron los locos de Dios los que terminaron haciéndose  con el control de Tombuctú, Gao y Kidal, e imponiendo en esas ciudades del desierto la barbarie salafista de la destrucción de monumentos, la quema de manuscritos y los azotes y ejecuciones de hombres y mujeres poco fervientes en la fe islámica.

Malí es hoy un país tutelado por Francia, escribe Jeune Afrique, y cabe imaginar que va a tener que ser así durante un tiempo. Pero esa es otra historia.

Worth, el autor del perfil del New York Times, estuvo con De Villiers en París. Lo visitó en su casa de la Avenue Foch, repleta de artefactos eróticos y armas de guerra, y luego se fueron a comer ostras y beber Muscadet a un restaurante. De Villiers no le negó que sus novelas les sirven a sus amigos de las agencias de espionaje como buzones para depositar ciertas informaciones y mensajes. Interesante, ¿no?