Cine neoquinqui

Galería de personajes de la película «Criando ratas»

Estallada la embriagadora burbuja de la prosperidad, España vuelve a sufrir niveles de paro, pobreza y desigualdad que recuerdan a la segunda mitad de los años Setenta y el comienzo de los Ochenta del pasado siglo. ¿Tendrá esto algo que ver con el hecho de que un largometraje como Criando ratas nos parezca tan verosímil? Carlos Salado ha filmado con cruel hiperrealismo los actuales suburbios de Alicante en esta película, presentada el 28 de noviembre en la Casa Encendida de Madrid. El resultado es desolador: un paisaje de bloques de ladrillo visto, decorado con grafitis delirantes y poblado por una juventud sin otros horizontes que la droga, la prostitución y la violencia.

 Criando ratas nos devuelve a los ambientes urbanos marginales de aquellos filmes rodados hace siete u ocho lustros por Carlos Saura, Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma, solo que ahora los chavales locales deben enfrentarse en sus territorios a la competencia de las bandas de gorilas forzudos y tatuados procedentes del Este de Europa. Salado –guionista y director del filme- y Rubén Fernández –su productor- hacen bien en calificar esta obra de cine neoquinqui.

Ahora, es cierto, no se padece la “inseguridad ciudadana” de aquellos tiempos de la Transición, cuando la proliferación de atracos a transeúntes, pequeños comercios, sucursales bancarias y gasolineras arrancaba en las derechas la afirmación de que con Franco se vivía mejor; ni tampoco muere cada día un joven por sobredosis de heroína. Quizá es que las colosales medidas de seguridad adoptadas desde entonces disuadan a potenciales delincuentes juveniles de actuar en el centro de las ciudades, quizá es que, como ocurre en los barrios negros de Estados Unidos, los marginados se maten entre ellos. El asunto merece una reflexión aparte.

En todo caso, la realidad de los arrabales vuelve a estallarnos en la cara en Criando ratas. La película de Salado nos presenta esa realidad con un guion de ficción y actores no profesionales y paisajes naturales que le dan la autenticidad de un documental. El personaje de El Cristo, encarnado por Ramón Guerrero, dispone de un día para pagar una deuda por drogas y ese día va a ser el de su penúltimo descenso a los infiernos. Salado es inmisericorde a la hora de detallarnos esa jornada. Lo hace de un modo coral: a través de las andanzas de El Cristo y otros chicos y chicas del barrio.

«Navajeros», de Eloy de la Iglesia (1980)

La rumba que arranca la película (“Pasa el canutito”) y la primera conversación en un bar del principal protagonista (“El futuro que llevas tú es muy corto”, le dice el camarero) vinculan sin rodeos esta historia con aquellas de los tiempos de los asaltos a punta de navaja o  escopeta de cañones recortados protagonizados por El Vaquilla, El Jaro, El Torete, El Pirri y otros chavales que querían ganar dinero rápidamente y quemar la vida aun más deprisa. La técnica y el lenguaje empleados por Salado son, sin embargo, contemporáneos, parientes de esas series televisivas norteamericanas tan buenas como negras. Salado, que define su trabajo como «cine de guerrillas», tiene madera.

Criando ratas ha ido gestándose a lo largo de los últimos seis años y ha sido financiada con precariedad y total independencia por sus dos autores. La mayoría de sus peripecias de la película les han sido relatadas a Salado por vecinos de los barrios alicantinos de Colonia Requena, Virgen del Remedio, Mil Viviendas, Rabasa o San Agustín. Tienen la veracidad de aquello que la gente vive pero no sale en los periódicos o los telediarios. Por ejemplo, el ingreso en prisión del propio Ramón Guerrero durante la gestación de la película.

Si retrocedemos tres o cuatro décadas en lo socioeconómico, si la Policía recibe de nuevo licencia gubernamental para repartir hostias a diestro y siniestro, si la Prensa hegemónica es tan complaciente con lo existente como el Arriba del pasado, quizá sea normal que también vuelva el cine quinqui. ¿Qué más da que el coche fetiche sea ahora un Audi y no un Seat 124 o 1430?

Una primera versión de este texto fue publicada en Cartelera Turia el 2 de diciembre de 2016

Los Ochenta, en rojo y negro

«La isla mínima», película de Alberto Rodríguez

Te podía asaltar un yonqui a punta de jeringa o de navaja cuando regresabas a tu cueva de madrugada, casi siempre sin haber conseguido arrastrar contigo a la chica que tanto te había molado en la discoteca. Te podías despertar escuchando en la radio que arreciaba el ruido de sables, que tal periódico ultra invitaba a los militares a poner fin al rojerío rampante, o que el servicio secreto acababa de descubrir a unos cuantos que ya habían puesto manos a la obra. Te podías encontrar al salir a la calle con el cristal de tu Seat 127 hecho añicos y un amasijo de cables allí donde había estado el radiocasete.

Eran los años Ochenta. La España del último tramo de la década de 1970 y el primero de la de 1980 se asemejaba a la de hoy en su enorme cantidad de parados, en el espectáculo de la pobreza exhibido en calles y vagones de metro, en las muchas tiendas cerradas por quiebra, en la grisura y la tristeza que desprendían el paisaje y el paisanaje, en la incertidumbre colectiva sobre el porvenir. Pero en aquella España en la que, como la de hoy, agonizaba un régimen y otro pugnaba por nacer, había dos lacras propias. Una, muy contada, era la pesadilla del golpe militar; a la otra se le llamaba “inseguridad ciudadana”.

Eran tiempos quinquis, tiempos de navajas y escopetas recortadas. La gente de derechas -siempre ha habido un montón en España- decía que con Franco se vivía mejor. La heroína, el ansia de vivir deprisa de los chavales de los suburbios, la inocencia de las medidas de protección de las propiedades públicas y privadas, la ineficacia de una Policía acostumbrada durante décadas a resolver los casos a hostias, la voluntad de muchos jueces de actuar conforme a procedimientos democráticos, todo ello y otras cosas hacían que la convivencia con el delito fuera el pan cotidiano de la gente. Casi tanto como hoy las llamadas inoportunas de los teleoperadores.

La reciente película La isla mínima, uno de los mejores thrillers de la historia del cine español, recrea muy bien la atmósfera de aquellos tiempos Su historia transcurre en un alucinante escenario rural, el de las marismas del Guadalquivir, y eso contribuye no poco a su extraña belleza. Pero Alberto Rodríguez también podría haber situado en un suburbio de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla al par de maderos que investigan la desapareción y muerte de dos chavalitas.

Aquella España en rojo y negro de los Ochenta tuvo sus narradores, Manuel Vázquez Montalbán, que ya tenía un pasado como periodista antifranquista, era la figura más conocida de aquella primera cosecha del noir nacional. Vázquez Montalbán, cuyas novelas policíacas con el personaje Carvalho se leían mucho, hasta alumbró una revista de crónica y literatura negras que se llamó Gimlet, tuvo una vida corta y de la que la actual Fiat Lux recoge el testigo.

El barcelonés no era el único. Jorge Martínez Reverte, con su personaje Gálvez, Juan Madrid, con Toni Romano, Andreu Martín, Félix Rotaeta, Jaume Fuster, Carlos Pérez Merinero y otros contaban en sus novelas policíacas una España que no solía salir en unos periódicos obsesionados, como hoy, con la política partidista e institucional. La España de antros tapizados con el humo de las frituras, de la peste endémica a tabaco y a hachís, de las jeringuillas en los lavabos, de los chavales que palmeaban canciones de Los Chunguitos a bordo de un Seat 1430 recién robado, de los comerciantes que guardaban una pistola bajo el mostrador, de los policías que se cabreaban porque los detenidos salían libres del juzgado al poco de haber entrado, de los jueces que se quejaban de que la Policía les presentara detenidos sin aportar pruebas, de los abogados y curas que intentaban auxiliar a los marginados, de los motines y las fugas en Carabanchel, de los empresarios de la construcción que se iban de putas con concejales…

Todo ello en una atmósfera de golpe militar inminente de la que se daba cuenta en las novelas protagonizadas por el comisario Bernal. Las escribía un narrador exótico, David Serafín, seudónimo tras el que se ocultaba Ian Michael, un profesor galés de la Universidad de Oxford que vivía en Madrid, adoraba España y había leído a Conan Doyle, Agatha Christie y Simenon.

Las novelas de David Serafín han sido reeditadas en estos tiempos por la editorial Berenice, y el hispanista galés, ya septuagenario, sigue viviendo en Madrid, cuya clima seco, según sus médicos, conviene a su salud. Sigue asombrándose de que el mito español presente la Transición como un modelo de pacifismo; a él le pareció bastante sangrienta.

Periodista de sucesos en el Madrid de la Movida

 

Santiago Corella, El Nani

Ni los atracadores, ni los camellos, ni los yonquis, ni las putas, ni los abogados, ni tan siquiera los policías que trabajaban en la calle tenían entonces gabinetes de prensa, páginas web, blogs en Internet o cuentas en Facebook y Twitter. Por no tener, no tenían ni teléfonos móviles donde localizarlos en cualquier momento. Así que, en muchas ocasiones, el periodista de sucesos se enteraba de los hechos pirateando las emisoras de la Policía, y, en casi todos los casos, no tenía otro método para contarlos que ir al lugar de los hechos y hablar con la peña. De vuelta a la redacción, se trataba de construir a toda velocidad una historia lo más completa y atractiva que se pudiera.

     Así era el periodismo de sucesos que practiqué en Diario de Valencia en el tránsito de la década de los 1970 a los 1980, y así lo seguía siendo cuando me incorporé a la redacción madrileña de El País. Juan Luis Cebrián, entonces un brillante joven director, no tardó en recibirme en su despacho de la tercera planta para darme la bienvenida al diario de Miguel Yuste 40. Me preguntó directamente qué es lo que yo quería hacer en el periódico. Le respondí: “Me encantaría hacer sucesos, pero no estoy muy seguro de que aquí os guste ese género”. Cebrián puso esa sonrisilla pícara que indica que aprueba lo que se le dice y me contestó: “Pues, mira, he estado comiendo con Gabo (así llamó a García Márquez) y me ha dicho precisamente eso, que por qué no había más “policiales” en El País. Y le he dicho la verdad: porque nadie los quiere hacer, porque los redactores prefieren hacer gobierno, parlamento, partidos políticos, justicia, cultura y todo eso. De modo que si te apetece, adelante”.

    En los años siguientes, antes de irme como corresponsal de guerra a Beirut, publiqué cientos de informaciones, crónicas y reportajes sobre la criminalidad en aquel Madrid de La Movida, el alcalde Tierno Galván y un Felipe González recién instalado en La Moncloa. Juan Madrid, Jesús Duva, Melchor Miralles, Carlos Fonseca y Amelia Castilla eran algunos de mis colegas periodistas en la cofradía de Thomas de Quincey. Había mucho atraco con escopetas recortadas a bancos, gasolineras y joyerías, muchos yonquis muertos de sobredosis en los lavabos de los tugurios, muchos motines y muchos ajustes de cuentas en el sobresaturado Carabanchel. Lo que se denominaba inseguridad ciudadana era el lado sombrío de la transición hacia la democracia, hasta el punto de que se escuchaba con frecuencia aquella gilipollez de que con Franco se vivía mejor.

    Treinta años después, Libros del K.O., la joven editorial especializada en periodismo, publica una selección de las historias de sucesos que conté en El País. Álvaro Llorca ha tenido el acierto de titularlas “Crónicas quinquis”. Y no porque versen exclusivamente sobre los quinquis, sino porque, comparadas con el tipo de periodismo que mayoritariamente se hace ahora, esas crónicas le parecen a Álvaro quinquis en sí mismas.

    En los últimos años 1970 y primeros 1989, chavales y chavalas de los barrios suburbiales de las grandes ciudades se dieron a atracar al ritmo de la música de Los Chichos y Los Chunguitos Querían ganar dinero fácilmente, querían quemar la vida rápidamente. La heroína, que ataba y mataba, era la droga del momento. Hubo una auténtica fiebre de este tipo de delincuencia juvenil, recogida en su momento en las películas “Deprisa, deprisa”, de Carlos Saura, y “Perros callejeros”, de José Antonio de la Loma, y reconstruida en la última novela de Javier Cercas, “Las leyes de la frontera”.

    La mayoría de los protagonistas de aquellos sucesos murió joven. De sobredosis de caballo, en accidentes de tráfico o por disparos de policías o comerciantes atracados. Uno de ellos fue Miguel, el guitarra de Desechables, un grupo punk de cuyo disco “Golpe tras golpe” fuimos productores Esteban Torralva y yo. El 23 de diciembre de 1983, Miguel intentó atracar una joyería de Villafranca del Penedés con una pistola de fogueo. El joyero le disparó desde la trastienda con una pistola de verdad.

   Me afectó mucho esa muerte, y me afectó mucho el caso El Nani. Desde el mismo día de su detención, trabajé en el asunto porque sus familiares vinieron a verme a la redacción de El País para denunciar la brutalidad de su captura y el que desde entonces estuviera en paradero desconocido. Conviví con ellos durante meses y fuimos constatando que la hipótesis de que estaba muerto desde el día mismo de su detención, de que a los policías se les había ido la mano en los calabozos de la Puerta del Sol, era la más verosímil. Finalmente, fui testigo de la acusación en el juicio contra los inspectores responsables de un siniestro destino que convirtió a El Nani en “el primer desaparecido de la democracia española”.

     “Crónicas quinquis” se cierra con la muerte de Enrique Tierno Galván. Poco después, yo viajé a Beirut y, a partir de ahí, estuve varios lustros fuera de España. La muerte de aquel alcalde marcó el final de La Movida. Su paternalismo libertario había sido clave para crear en Madrid las condiciones para la eclosión de creatividad de comienzos de los 1980. Lo recuerdo con mucho cariño.