Traficando con hachís

Quis custodiet ipsos custodes? Al comenzar el relato de sus peripecias, Patience Portefeux cita esta máxima con la que los antiguos romanos se formulaban la inquietante pregunta de quién vigila a los vigilantes. Los vigilantes –policías, fiscales y jueces- tienen hoy muchísimo más poder que en tiempos de César. Nos tienen a todos vigilados todo el tiempo, no vaya a ser que seamos terroristas o narcotraficantes. Patience Portefeux trabaja, precisamente, en el negocio de la vigilancia, aunque de un modo peculiar. Como sabe árabe, incluidos sus dialectos, la Brigada de Estupefacientes de la Policía francesa la emplea como traductora de las muchísimas conversaciones telefónicas de camellos magrebíes que va escuchando y grabando.

Patience Portefeux es la protagonista de la novela que estoy leyendo: La Daronne, de Hannelore Cayre. Esta obra, que ganó el Grand Prix de Littérature Policière 2017, confirma que el género negro también tiene mucho vigor en la lengua de Molière, un hecho reconocido por la concesión a Fred Vargas del premio Princesa de Asturias de las Letras. Que el vigor del polar, el noir francéslo expresen mujeres como Vargas o Cayre es muy estimulante.

La Daronne está teñida de humor refrescante. Patience es viuda y tiene más de medio siglo de edad y dos hijas emancipadas, aunque al estilo del siglo XXI: con trabajos precarios y sueldos miserables. Ella es intérprete de la Brigada de Estupefacientes y lleva una existencia más bien triste. Hasta que un buen día se da cuenta de que puede utilizar en provecho propio la información que traduce para los policías. ¿Cómo? Pues pasándose al lado oscuro y traficando con cannabis.

La persecución del cannabis es uno de los mayores absurdos de los gobiernos occidentales. Las teles dan últimamente muchos reportajes sobre los líos del narcotráfico en Algeciras. La Guardia Civil no da abasto para atajar la actividad de los lugareños que importan a Europa el hachís de Marruecos. Como loros, los periodistas repiten las quejas de los agentes y se suman a sus demandas de más medios humanos y materiales. No se plantean, en cambio, la cuestión de puro sentido común de si no sería más sensato legalizar de una puñetera vez la marihuana y el hachís.

Queridos agentes, os dedicáis a una tarea de Sísifo que tira a la basura el dinero de los contribuyentes. No es culpa vuestra, lo sé; es culpa de los gobernantes. Mejor sería que, como en Uruguay y tantos territorios de Estados Unidos, esta droga, menos dañina que el alcohol y el tabaco, fuera legal. Nos ahorraríamos un pastón. Mejor aún, las arcas del Estado ingresarían los impuestos sobre su cultivo y comercialización.

Entretanto, como la razón no reina ni en el país de Descartes, Patience Portefeux piensa aprovecharse del hecho de que el hachís que está a 1.400 euros el kilo en Marruecos cueste, gracias a la prohibición, 5.000 euros en Francia. No la condeno, me cae bien.

PS. Este artículo fue publicado en Cartelera Turia (Valencia) el 1 de junio de 2018. Con posterioridad, el 20 de junio, el Parlamento de Canadá aprobó la legalización del uso recreativo del cannabis. Canadá se sumó así a la vía del sentido común iniciada por Uruguay bajo la presidencia de José Mujica. Pablo Iglesias, líder de Podemos, observó con sensatez que España debería hacer lo mismo.

 

Cine neoquinqui

Galería de personajes de la película «Criando ratas»

Estallada la embriagadora burbuja de la prosperidad, España vuelve a sufrir niveles de paro, pobreza y desigualdad que recuerdan a la segunda mitad de los años Setenta y el comienzo de los Ochenta del pasado siglo. ¿Tendrá esto algo que ver con el hecho de que un largometraje como Criando ratas nos parezca tan verosímil? Carlos Salado ha filmado con cruel hiperrealismo los actuales suburbios de Alicante en esta película, presentada el 28 de noviembre en la Casa Encendida de Madrid. El resultado es desolador: un paisaje de bloques de ladrillo visto, decorado con grafitis delirantes y poblado por una juventud sin otros horizontes que la droga, la prostitución y la violencia.

 Criando ratas nos devuelve a los ambientes urbanos marginales de aquellos filmes rodados hace siete u ocho lustros por Carlos Saura, Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma, solo que ahora los chavales locales deben enfrentarse en sus territorios a la competencia de las bandas de gorilas forzudos y tatuados procedentes del Este de Europa. Salado –guionista y director del filme- y Rubén Fernández –su productor- hacen bien en calificar esta obra de cine neoquinqui.

Ahora, es cierto, no se padece la “inseguridad ciudadana” de aquellos tiempos de la Transición, cuando la proliferación de atracos a transeúntes, pequeños comercios, sucursales bancarias y gasolineras arrancaba en las derechas la afirmación de que con Franco se vivía mejor; ni tampoco muere cada día un joven por sobredosis de heroína. Quizá es que las colosales medidas de seguridad adoptadas desde entonces disuadan a potenciales delincuentes juveniles de actuar en el centro de las ciudades, quizá es que, como ocurre en los barrios negros de Estados Unidos, los marginados se maten entre ellos. El asunto merece una reflexión aparte.

En todo caso, la realidad de los arrabales vuelve a estallarnos en la cara en Criando ratas. La película de Salado nos presenta esa realidad con un guion de ficción y actores no profesionales y paisajes naturales que le dan la autenticidad de un documental. El personaje de El Cristo, encarnado por Ramón Guerrero, dispone de un día para pagar una deuda por drogas y ese día va a ser el de su penúltimo descenso a los infiernos. Salado es inmisericorde a la hora de detallarnos esa jornada. Lo hace de un modo coral: a través de las andanzas de El Cristo y otros chicos y chicas del barrio.

«Navajeros», de Eloy de la Iglesia (1980)

La rumba que arranca la película (“Pasa el canutito”) y la primera conversación en un bar del principal protagonista (“El futuro que llevas tú es muy corto”, le dice el camarero) vinculan sin rodeos esta historia con aquellas de los tiempos de los asaltos a punta de navaja o  escopeta de cañones recortados protagonizados por El Vaquilla, El Jaro, El Torete, El Pirri y otros chavales que querían ganar dinero rápidamente y quemar la vida aun más deprisa. La técnica y el lenguaje empleados por Salado son, sin embargo, contemporáneos, parientes de esas series televisivas norteamericanas tan buenas como negras. Salado, que define su trabajo como «cine de guerrillas», tiene madera.

Criando ratas ha ido gestándose a lo largo de los últimos seis años y ha sido financiada con precariedad y total independencia por sus dos autores. La mayoría de sus peripecias de la película les han sido relatadas a Salado por vecinos de los barrios alicantinos de Colonia Requena, Virgen del Remedio, Mil Viviendas, Rabasa o San Agustín. Tienen la veracidad de aquello que la gente vive pero no sale en los periódicos o los telediarios. Por ejemplo, el ingreso en prisión del propio Ramón Guerrero durante la gestación de la película.

Si retrocedemos tres o cuatro décadas en lo socioeconómico, si la Policía recibe de nuevo licencia gubernamental para repartir hostias a diestro y siniestro, si la Prensa hegemónica es tan complaciente con lo existente como el Arriba del pasado, quizá sea normal que también vuelva el cine quinqui. ¿Qué más da que el coche fetiche sea ahora un Audi y no un Seat 124 o 1430?

Una primera versión de este texto fue publicada en Cartelera Turia el 2 de diciembre de 2016

Cadáver, libreta y bolígrafo

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Ilustración de German Andino en «Novato en nota roja» (Libros del K.O.)

¿Quién dijo que los españoles no podían hacer periodismo como los americanos? Me refiero al periodismo, por ejemplo, de Michael Herr: escrito, muy bien escrito, desde el lugar de los hechos; sin casarse con nadie, salvo con las víctimas; vibrante como la cuerda de un violín.

Alberto Arce lo ha hecho. Su Novato en nota roja, recién publicado por Libros del K.O., es un libro periodístico de primera.

Honduras, el escenario de las crónicas de Arce, hace mucho tiempo que tocó fondo, pero aun sigue cavando en dirección al centro de la Tierra. Cada día 20 personas mueren asesinadas en el pequeño país centroamericano, o sea, 600 al mes, más de 7.000 al año.

Novato_Nota_Roja-Alberto-Arce-LibrosKOViví eso en el Beirut de los años 1980. Como allí, la guerra es febril y laberíntica en Honduras, de todos contra todos: pandilleros de las maras, narcotraficantes, grupos de choque policiales, la CIA y la DEA estadounidenses, militares organizados en escuadrones de la muerte… Como allí, la corrupción es el aceite de una país desquiciado. Como allí, hay muchísima buena gente, la golpeada por todos y cada uno de los malos. Esa gente no piensa más que en irse.

Arce fue el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa entre 2012 y 2014. En esa “ciudad derrotada”, como él la denomina, trabajó para la agencia norteamericana Associated Press Se sintió como si estuviera en Irak, sólo que a nadie en el mundo le importaba Honduras.

Nota roja es como llaman en algunos países latinoamericanos a la crónica de sucesos. El libro de Arce es una antología de los que cubrió en Honduras. Si el es tan bueno es porque el lector siente que el autor estuvo allí, escribe muy bien y exuda empatía.

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Ilustración de German Andino en «Novato en nota roja» (Libros del K.O.)

Arce arranca con el relato de cómo unos pandilleros asesinaron a dos conductores de autobuses de San Pedro Sula que no les habían pagado la extorsión habitual de diez dólares por vehículo y semana. Contemplando los cadáveres, el reportero sabe que nadie va a investigar ese crimen. Y reflexiona: “Nunca entenderé por qué casi siempre los cadáveres pierden uno o los dos zapatos al morir”.

Arce viaja a la Costa de los Mosquitos y cuenta la batalla por las pistas de aterrizaje de las avionetas que transportan cocaína entre la Colombia y Venezuela productoras y el Estados Unidos consumidor.

Tras el golpe de Estado que en 2009 derrocó al presidente Zelaya con el pretexto de que era “chavista”, la gran mayoría de la cocaína que llega a Estados Unidos pasa por Honduras. Se ha convertido, escribe Arce, en “un país mula”.

Arce reconstruye en la Costa de los Mosquitos cómo agentes de la DEA tirotean desde un helicóptero a los inocentes ocupantes de una barquichuela a los que toman por narcotraficantes. Bajas colaterales.

En la jefatura de Policía de Tegucigalpa, es testigo de cómo unos empresarios le pasan un buen fajo de lempiras a los funcionarios. “Está usted entre hombres de fe”, le dice un subcomisionado. “Aquí todo es recto y trabajamos en nombre del Señor”.

También se ve con el Tigre Bonilla, el director general de la Policía. El general lamenta no poder encontrar la biografía de Fouché escrita por Stefan Zweig que está buscado. Luego le suelta al periodista: “Si alguien entrase por esa puerta, yo saltaría por encima de la mesa con mi pistola antes de que usted se diese cuenta de que está paralizado por el susto”.

Arce va al penal de Comayagua. Allí acaban de morir más de 380 reos cubiertos de tatuajes. Una colilla ha provocado un incendio en un colchón que se ha extendido como una mancha de aceite. “Los guardias”, cuenta, “dispararon al aire durante varios minutos, pensando que se estaba produciendo una fuga masiva. Luego huyeron”.

El reportero entrevista al preso que hacía de enfermero y que salvó muchas vidas al abrir la puerta de la galería en llamas. El presidente Porfirio Lobo nunca firmó el indulto que le prometió.

Arce imaginaba un Tegucigalpa en blanco y negro en los tiempos muertos de los atascos. Las ilustraciones de Germán Andino pintan ese Tegucigalpa en este libro.

Bajo el título Misrata Calling (Libros del K.O.), Arce ya había relatado su experiencia en la Libia de la rebelión contra Gadafi. Se define como un “reportero al que le gusta el barro y la lava”. Es un duro, pero no sería un buen periodista si no tuviera corazón. Cada vez que alguien le autoriza a utilizar su nombre para denunciar una tropelía, se le queda mal cuerpo. “Si le pasase algo, me culparía. Su miedo es el mío”.

Honduras es ese país donde los políticos en campaña regalan ataúdes a los pobres. Pueden necesitarlos muy pronto.

En Honduras ocurren escenas como ésta: “Un borracho que da tumbos por la calle se detiene y descubre, sorprendido, que la Mona Lisa empuña una pistola de color rosa. Levanta las manos y comienza a hablar con ella como lo haría con un policía: ´Yo no he hecho nada, yo no he hecho nada´

La mejor historia jamás contada sobre el tráfico de cocaína

No sé de nadie que yo haya conocido personalmente y haya enfermado, enloquecido gravemente o, menos aún, muerto a causa del consumo de marihuana… y eso que he tratado a cientos de fumadores de cannabis en cuatro continentes. Hasta yo mismo he inhalado alguna que otra vez hierba o hachís rifeño, libanés, afgano y jamaicano, y, bueno, aquí estoy, más o menos cascado, más o menos zumbado, pero habiendo acudido todos los días al trabajo a lo largo de más de 35 años. Aunque se gasten, que se los gastan, decenas de millones de dólares en estudios para probar –infructuosamente, por cierto– las maldades de la marihuana, no me van a convencer. Estoy firmemente persuadido de que muchos más peligrosos son el tabaco, el alcohol, las armas de fuego, las centrales nucleares y los recortes sociales.

Sí puedo, en cambio, citar algunos nombres de gente que he conocido personalmente y que murieron por su adicción a la heroína. De sobredosis, en atracos que terminaron a tiros o por enfermedades como la hepatitis o el sida vinculadas al uso no higiénico de las agujas. Desde hace lustros sé positivamente que el caballo ata y mata: no porque lo digan los que mandan, sino porque lo he visto con mis propios ojos.

Lo de la cocaína es más complicado. En España, mi generación la conoció en los años 1980 y 1990, una época en que empezaron a valorarse extraordinariamente cosas como la velocidad, la hiperactividad, el éxito profesional y económico a toda costa, el sexo salvaje, el individualismo a ultranza, el consumismo y exhibicionismo de productos de lujo, en fin, mucho de aquello que terminó llevándonos al precipicio. El perico, ciertamente, parecía la droga más adecuada para ese modelo de vida: daba confianza, daba aceleración, daba resistencia; era una chispa que encendía fácilmente la hoguera de las vanidades.

Publicado en 1976 en Estados Unidos, traducido al castellano por Anagrama en 1981, reeditado ahora por Capitán Swing, Ciego de nieve (Snowblind: A brief career in the cocaine trade), de Robert Sabbag, es uno de los libros periodísticos más entretenidos que he leído a lo largo de mi vida, si no el más. Parece una novela, pero no lo es: es un largo reportaje, uno de los mejores realizados en aquellos tiempos del Nuevo Periodismo estadounidense.

Aunque parezca mentira, las divertidas artimañas de Zachary Swan para meter kilos de cocaína colombiana en Nueva York fueron reales. Era un traficante real, suministraba perico a un puñado de ricos y famosos de la Gran Manzana en el ecuador de los años 1960 y 1970 y terminó siendo detenido y encarcelado. Tras su caída, Zachary Swan le contó sus andanzas al periodista Robert Sabbag con todo lujo de detalles, y esté nos la contó a nosotros comme il faut: como una historia, como el pedazo de historia que era. Lo hizo, además, con una prosa trepidante, mordaz y diáfana.

Zachary Swan era un tipo cool –elegante, ingenioso, divertido, generoso– y se ganaba bien la vida como freelancer –actuaba por su cuenta y riesgo; no formaba parte de ningún cartel, mafia o cualquier otro tipo de organización; trabajaba con kilos, no con toneladas–. En cierto modo, Zachary Swan, el protagonista de carne y hueso del libro periodístico de Robert Sabbag, fue un precursor de los personajes de ficción de Los Reyes de lo Cool, la reciente novela de Don Winslow sobre Ben y Chon, dos cultivadores independientes de marihuana del sur de California.

No le voy a reventar la lectura de Ciego de Nieve a quien no conozca el libro, pero créanme cuando les digo que los trucos de Zachary Swan para introducir cocaína en Nueva York eran muy, muy ingeniosos. En ningún caso utilizaba la violencia.

Pablo Escobar

Probablemente la detención de Zachary Swan marcó el fin de una época. A partir de entonces, el tráfico de cocaína entre Colombia y otros países productores y Estados Unidos y otros países consumidores fue quedando en manos de organizaciones delictivas crecientemente sofisticadas y violentas. El mundo no tardaría en oír hablar de personajes tan novelescos y controvertidos como Pablo Escobar; Colombia se sumiría en las luchas de los carteles entre sí y con el Estado, y Estados Unidos y Europa se gastarían fortunas en el vano intento de ponerle puertas al narcotráfico a gran escala de cocaína. En una entrevista al diario digital mexicano sinembargo.mx, el propio Robert Sabbag hablaría en 2011 del “fracaso” de las políticas de prohibición y represión.

Entretanto, a alguna de la gente que yo conocía y consumía regularmente cocaína se le fue yendo la olla, se le fue disparando la paranoia y la agresividad, se le fue agudizando la insensibilidad y el extremismo, se le fueron perdiendo neuronas y conexiones neuronales. Así que, niños y niñas, sí, la cocaína termina jodiéndote.