Embusteros

El reino

El reino

Lo malo de soltar una mentira es que, para intentar justificarla, puedes verte empujado a otra más grande, luego a una tercera ya bastante gruesa y así sucesivamente, hasta terminar construyendo una gigantesca farsa. Es lo que le pasó a Jean-Claude Romand, el falso médico francés que vivió durante veinte años de los embustes y, cuando intuyó que estos ya no eran sostenibles, mató a su esposa, sus hijos, sus padres y hasta al perro de la familia. De su peripecia, Emmanuel Carrère hizo un libro, El adversario, en el que reverdeció el género de literatura negra de no ficción asociado a Truman Capote y su A sangre fría. La historia inspiró también dos películas: una francesa homónima y la española La vida de nadie.

 

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Jean-Claude Romand

A finales del pasado verano, Romand solicitó la libertad provisional tras 22 años entre rejas. Fue condenado a cadena perpetua en 1996, pero la legislación francesa permite la posibilidad de revisarla al cabo de un tiempo mínimo, siempre y cuando el reo haya tenido un buen comportamiento en prisión. Romand lo ha tenido, al parecer. Salvo por aquella matanza , es un tipo tranquilo.

Los psiquiatras llevan años dándole vueltas a las razones que llevaron Romand a exterminar a su familia. Muy probablemente fue para no tener que pasar la vergüenza de que los suyos conocieran que ni era una estrella de la Medicina ni nada de nada. Los psiquiatras coinciden en que su personalidad es extremadamente narcisista y mitómana. Su carrera de embustes debutó cuando, siendo estudiante de Medicina, se peló un examen y no se atrevió a confesárselo a sus padres. Les dijo que lo había aprobado. Así comenzó la construcción de un personaje más falso que un euro de madera.

 

El adversario

El adversario

Escribe Carrère en El adversario: “De regreso en mi coche hacia París, yo no veía ya misterio alguno en la larga impostura de Jean-Claude, sino tan solo una pobre mezcla de ceguera, aflicción y cobardía”. Me acuerdo de esta frase en el comienzo de este curso 2018-2019 cada vez que veo en la tele a políticos españoles sorprendidos en flagrantes mentiras. Yo hice el máster, dice uno, aunque las pruebas de que no lo hizo son apabullantes. No tengo cuentas en paraísos fiscales, suelta otro, pese a que por Internet circulan los extractos correspondientes. Jamás vi  al comisario Villarejo, afirma una ministra, obviando la grabación de un encuentro de varias horas. No sé qué hacían los de la Gurtel en la boda de mi hija, gruñe Aznar en el Parlamento. Ya no hay día sin su trola.

Nuestros políticos confían en que España, a diferencia de los países de raíz protestante, es benevolente con la mentira. Se la considera un pecado venial en el peor de los casos. De modo que, incluso si son descubiertos, pagan una penitencia escasa. Esta amplia impunidad les da alas para navegar por un mundo imaginario, en el que ellos son ejemplares servidores públicos, el régimen del 78 es inmejorable, los Borbones son lo mejor que nos podía haber pasado y el planeta entero envidia nuestra economía. Se creen tanto sus cuentos que el otro día la mismísima Cristina Cifuentes –toda ella falsedad, toda ella narcisismo y mitomanía- asistía tan contenta –cual si fuera la inocencia personificada- al preestreno de El Reino, una buena película sobre la corrupción política española. Vivir para ver.

Este artículo fue publicado en mi columna La Dalia Negra en la edición del 5 de octubre de 2018 de Cartelera Turia (Valencia).

Traficando con hachís

Quis custodiet ipsos custodes? Al comenzar el relato de sus peripecias, Patience Portefeux cita esta máxima con la que los antiguos romanos se formulaban la inquietante pregunta de quién vigila a los vigilantes. Los vigilantes –policías, fiscales y jueces- tienen hoy muchísimo más poder que en tiempos de César. Nos tienen a todos vigilados todo el tiempo, no vaya a ser que seamos terroristas o narcotraficantes. Patience Portefeux trabaja, precisamente, en el negocio de la vigilancia, aunque de un modo peculiar. Como sabe árabe, incluidos sus dialectos, la Brigada de Estupefacientes de la Policía francesa la emplea como traductora de las muchísimas conversaciones telefónicas de camellos magrebíes que va escuchando y grabando.

Patience Portefeux es la protagonista de la novela que estoy leyendo: La Daronne, de Hannelore Cayre. Esta obra, que ganó el Grand Prix de Littérature Policière 2017, confirma que el género negro también tiene mucho vigor en la lengua de Molière, un hecho reconocido por la concesión a Fred Vargas del premio Princesa de Asturias de las Letras. Que el vigor del polar, el noir francéslo expresen mujeres como Vargas o Cayre es muy estimulante.

La Daronne está teñida de humor refrescante. Patience es viuda y tiene más de medio siglo de edad y dos hijas emancipadas, aunque al estilo del siglo XXI: con trabajos precarios y sueldos miserables. Ella es intérprete de la Brigada de Estupefacientes y lleva una existencia más bien triste. Hasta que un buen día se da cuenta de que puede utilizar en provecho propio la información que traduce para los policías. ¿Cómo? Pues pasándose al lado oscuro y traficando con cannabis.

La persecución del cannabis es uno de los mayores absurdos de los gobiernos occidentales. Las teles dan últimamente muchos reportajes sobre los líos del narcotráfico en Algeciras. La Guardia Civil no da abasto para atajar la actividad de los lugareños que importan a Europa el hachís de Marruecos. Como loros, los periodistas repiten las quejas de los agentes y se suman a sus demandas de más medios humanos y materiales. No se plantean, en cambio, la cuestión de puro sentido común de si no sería más sensato legalizar de una puñetera vez la marihuana y el hachís.

Queridos agentes, os dedicáis a una tarea de Sísifo que tira a la basura el dinero de los contribuyentes. No es culpa vuestra, lo sé; es culpa de los gobernantes. Mejor sería que, como en Uruguay y tantos territorios de Estados Unidos, esta droga, menos dañina que el alcohol y el tabaco, fuera legal. Nos ahorraríamos un pastón. Mejor aún, las arcas del Estado ingresarían los impuestos sobre su cultivo y comercialización.

Entretanto, como la razón no reina ni en el país de Descartes, Patience Portefeux piensa aprovecharse del hecho de que el hachís que está a 1.400 euros el kilo en Marruecos cueste, gracias a la prohibición, 5.000 euros en Francia. No la condeno, me cae bien.

PS. Este artículo fue publicado en Cartelera Turia (Valencia) el 1 de junio de 2018. Con posterioridad, el 20 de junio, el Parlamento de Canadá aprobó la legalización del uso recreativo del cannabis. Canadá se sumó así a la vía del sentido común iniciada por Uruguay bajo la presidencia de José Mujica. Pablo Iglesias, líder de Podemos, observó con sensatez que España debería hacer lo mismo.

 

Oficina de leyendas

Fotograma de «Le Bureau des légendes»

La sed de los espías es insaciable. Cuando se hayan bebido toda el agua potable del planeta -y también todos sus demás líquidos, alcohólicos y no alcohólicos-, desalinizarán los océanos para poder seguir bebiendo. Su coartada es teóricamente impecable: nos espían a todos por nuestro propio bien, para proteger nuestra seguridad, la individual y la colectiva. Todos somos niños pequeños que necesitamos estar permanente vigilados por padres o tutores que no hemos podido escoger.

No es de extrañar que, por órdenes del Gobierno o por iniciativa propia, el entonces llamado CESID -hoy CNI- escuchara y grabara las conversaciones telefónicas de Juan Carlos I, el mismísimo jefe del Estado al que ese organismo decía servir. Nunca se sabe que sabrosas confidencias –amoríos, negocios, filias, fobias- pueden caer en el saco. Nunca se sabe cuándo esas confidencias pueden resultarles útiles a alguien –el Gobierno, los mismos espías, algún banquero o empresario, algún aliado extranjero- para hacer algún chantaje. Tú guárdalo por si acaso.

Hemos escuchado estos días algunos fragmentos de las conversaciones de Juan Carlos I que fueron interceptadas en 1990 por el CESID y hemos confirmado así que el anterior monarca, amén de campechano, era un mujeriego impenitente. Pero la pregunta que surge de inmediato es quién y para qué utilizaría en su momento esa información. Seguro que no fue tan solo para bromear con el jefe de Estado sobre lo feliz que le hacía tal o cual dama.

Hace dos o tres años también supimos que los espías norteamericanos de la CIA y la NSA interceptan a placer las conversaciones telefónicas y la actividad en Internet de miles de políticos, empresarios, periodistas, científicos y activistas de todo el planeta. Gente toda ella poco sospechosa de pertenecer a ISIS, Al Qaeda u organizaciones diabólicas semejantes. ¿Rompió por ello Alemania, Francia o algún otro de los damnificados sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos? En absoluto. Las protestas fueron tan tímidas que ni se escucharon. Y, por supuesto, no faltaron cretinos para salir en las teles y decir que ese espionaje masivo es normal y hasta saludable -es por nuestra seguridad- y que si uno no tiene nada malo que ocultar no debe enfadarse porque violen su privacidad sin su consentimiento.

En realidad, los espías se espían hasta a sí mismos. Y no me estoy refiriendo al lógico seguimiento de la actividad de los servicios rivales. Lo que estoy diciendo es que los servicios de inteligencia también escrutan subrepticiamente a sus propios agentes. ¿Qué hacen en sus ratos libres? ¿A quién ven? ¿Con quién se divierten o se acuestan? ¿Cabe alguna posibilidad de que sean topos del enemigo o desarrollen una agenda propia? En las cloacas ninguna lealtad está garantizada.

El actor Mathieu Kassovitz interpreta al agente Debailly

Lo cuenta de modo excelente la serie televisiva francesa Le Bureau des légendes. Que yo sepa, esa serie no se emite en España, lo que es una pena para los aficionados a las ficciones sobre espías. Unas ficciones que esos aficionados saben o intuyen  –y así lo confirma el maestro Le Carré- que en muchas ocasiones son lo más aproximado a un reportaje periodístico que puede hacerse sobre ese submundo.

Producida por el Canal + francés, Le Bureau des légendes pertenece a la categoría de ficción realista, creíble, verosímil. Ofrece una extraordinaria cantidad de información sobre el funcionamiento de la DGSE (Direction Générale de la Sécurité Extérieure), el principal servicio de inteligencia francés. Lo hace a través de las andanzas de un agente llamado Guillaume Debailly, que, tras una estancia en el Damasco en guerra,  debe encargarse de la desaparición de uno de sus compañeros en Argelia. A partir de ahí la serie nos cuenta la formación de los agentes clandestinos, el control permanente al que están sometidos, los trucos de los servicios de inteligencia para utilizar como tapaderas otros servicios más «amistosos» del Estado y la cantidad enorme de información que  pueden obtener a través de los teléfonos y de Internet.

Guillaume Debailly no es un superhéroe como los mucho menos verosímiles James Bond o Jason Bourne. Sus principales recursos no son su capacidad para seducir bellezas o  combatir con las manos desnudas, una Walther PPK o algún gadget de laboratorio. Su principal arma es su capacidad para construir un personaje falso y hacerlo creíble ante los ojos de aquellos que bien podríamos llamar sus víctimas. Su arte para vivir bajo diversas identidades a la vez.

El hombre de las mil caras es el título de la película española sobre nuestro más célebre espía contemporáneo, Francisco Paesa. Una buena película y un buen título.

Madame la Commissaire escribe una novela

Quai des Orfèvres, París

Muchos de los periodistas que han terminado escribiendo novelas negras reconocen haberlo hecho porque la ficción les permite contar cosas que ellos saben con casi absoluta certeza pero que no pueden publicar en los medios convencionales. Se lo impide la necesidad de que una acusación grave contra un poderoso esté absolutamente certificada, y el hecho habitual de que, aunque lo esté, los directivos y propietarios del medio prefieran censurarla.

   Tras conversar el pasado jueves con Danielle Thiéry en la muy noir librería madrileña Estudio en Escarlata (Guzmán el Bueno 46, esquina con Fernández de los Ríos), he estado pensando en que a los policías que cultivan el thriller puede ocurrirles exactamente lo contrario. Los policías no pueden contar en sus obras de ficción absolutamente todo lo que saben, todo lo que han visto, oído y olido. Si lo hicieran, sus obras serían insoportablemente duras. Ni los editores las publicarían, ni los lectores podrían aguantarlas. 

   Por ejemplo, ¿cómo podría madame Thiéry haber narrado en alguna de sus novelas los detalles más realistas de su primer caso como inspectora de Policía en la brigada criminal de Lyon?  Thiéry me contó que acababa de incorporarse a la brigada, y que su jefe, para que ella pudiera demostrar su resistencia, le adjudicó como primera misión el acudir a la autopsia de dos niños, de 4 y 6 años de edad, que había muerto maltratados por sus padres. ¿Qué novela soportaría el relato de esa autopsia en la morgue de Lyon, el que ella, en cambio, sí tuvo que escribir minuciosamente en su informe oficial?

    Danielle Thiéry tenía entonces 22 años de edad. Ahora está jubilada tras haber trabajado durante 38 años en la Policía Judicial francesa, donde fue la primera mujer al alcanzar el grado de commissaire divisionnaire. En ese tiempo ha visto mucha sangre derramada, muchos cerebros y vísceras esparcidos, muchos cadáveres grotescamente abandonados. Los ha visto en las escenas de los crímenes, atentados y accidentes que ha tenido que investigar, y en las fotos que una y otra vez ha tenido que repasar en el transcurso de las instrucciones. Nunca, dice, ha podido transmitir en sus obras de ficción el horror de esas experiencias. Ni tan siquiera lo ha intentado.

       Y sin embargo, quizá haya algo en común en lo que impulsa al periodista a escribir ficción noir y lo que motiva al policía. Los casos no resueltos judicialmente, los casos en que la intuición del investigador policial no ha podido ser acompañada por las pruebas correspondientes, aquellos casos que dejan clavos en el corazón, son, me dijo Thiéry, una de las causas que la llevaron a convertirse, en 1995, en el primer funcionario en activo de la Policía Judicial francesa que escribía y publicaba novelas negras.

Danielle Thiéry

       La comisaria Thiéry ha estado en Madrid presentando su última obra, Clavos en el corazón (La Esfera de los Libros, 2014), la primera traducida al castellano. Con ella ganó en 2013 el Premio Quai des Orfèvres y de ella ha vendido ya más de 200.000 ejemplares en Francia. El número 36 del parisino Quai des Orfrèvres es, como ustedes saben, la sede central histórica de la Policía Judicial francesa, y el premio que lleva ese nombre, el más importante del país en materia de polar. Lo concede un jurado de policías, jueces, abogados y periodistas a un manuscrito anónimo.

    Clavos en el corazón cuenta la historia de dos investigaciones criminales -una actual, otra estancada desde hace diez años- que terminan entrecruzándose. La novela transcurre en el Versalles del siglo XXI y la protagoniza el comandante Revel, un vieux flic absolutamente comme il faut: solitario y amargado, fracasado en su vida familiar y fumador impenitente, consagrado por completo a su trabajo e incapaz de dar un caso por imposible de resolver. Le acompañan en sus pesquisas los miembros de su equipo, y es aquí, en la humanidad de la descripción de Revel y los suyos, donde Thiéry da lo mejor de sí misma. Sabe de lo que habla. Clavos en el corazón debe inscribirse en el subgénero sobre lo absorbente, amargo e ingrato que resulta el trabajo de los investigadores policiales.

Simenon

No les fastidio demasiado la novela si les adelanto que la búsqueda ilegal de una herencia jugosa es la motivación de las dos series de crímenes investigados por Revel. En nuestro encuentro en la librería Estudio en escarlata, le pregunté a madame Thiéry si podía confirmarme que, tal como yo pienso, la codicia, la búsqueda de un dinero fácil, un dinero que pueda conseguirse sin trabajar, es la principal causa del crimen en Francia y en todas partes. Tanto del que derrama sangre como del de cuello blanco, precisé. “Por supuesto”, me respondió, “en nueve de cada diez crímenes, la motivación es la búsqueda del enriquecimiento rápido, la apropiación del dinero del otro”.

    Thiéry, de cabello corto y níveo, me contó que el comandante Revel estaba inspirado en un comisario de la Policía Judicial de Versales que también fumaba demasiado y terminó pagándolo caro. Y también que su autor clásico favorito es el belga Simenon, y entre los contemporáneos, James Ellroy, Denis Lehane y Michael Connelly. No es, precisó citando a P.D. James, Patricia Cornwell y Víctor del Árbol, el primer policía o ex policía que escribe ficción policial.

    De una escena del crimen, me dijo madame la Commissaire, lo verdaderamente imposible de transmitir en una novela es el olor nauseabundo.

El desalmado ladrón de ancianas

Nadie ha hecho más por la destrucción de la imagen de Nicolas Sarkozy que el propio Nicolas Sarkozy. En la noche de su victoria en las presidenciales de mayo de 2007, se fue a celebrarlo cenando con amigos millonarios y del mundo de la farándula en el lujoso restaurante Fouquet’s de los Campos Elíseos. De un solo golpe, todos sus discursos sobre su elevado nivel de sensibilidad social quedaron convertidos en palabrería de politicastro.  No obstante, arrogante y testarudo como pocos, Sarkozy no perdió ocasión en los meses siguientes para fotografiarse a bordo de yates estupendos en mares de ensueño, confirmando así que Balzac no hubiera tenido demasiados problemas en darle un papel de arribista en alguna de sus novelas.

Lo de Sarkozy debe ser patológico: aúna una desmedida sed de poder con una incontrolable tendencia a la autodestrucción. Tanto como la crisis económica, y desde luego más que la labor de zapa de la oposición socialista, ese rasgo de carácter le llevó el pasado año al ridículo supremo de no conseguir la reelección, de quedarse en presidente de un solo mandato.

Ahora Sarkozy ha sido acusado por un juez de haber cometido una canallada imperdonable: aprovecharse de la debilidad de una anciana con Alzheimer para sacarle un pastón. En la tarde del jueves 21 de marzo, el ex presidente francés declaró durante horas por ese asunto ante el juez Jean-Michel Gentil, en el palacio de Justicia de Burdeos. El juez lo sometió asimismo a un careo con gente que había trabajado para Liliane Bettencourt, la heredera del imperio de lujo L’Oréal. Entre ellos, Pascal Bonnefoy, mayordomo de Bettencourt y autor de las grabaciones que se encuentran en el origen del escándalo revelado en junio de 2010 por el diario digital francés Mediapart.

Liliane Bettencourt, fille du fondateur du géant des cosmétiques L’Oréal, pose, le 20 novembre 2002 à Paris.

Al acusar oficialmente a Sarkozy, el juez Gentil considera que hay indicios racionales que permiten pensar que Sarkozy le sacó un dineral a Bettencourt y lo dedicó a financiar parcialmente su campaña electoral de 2007.

No me viene con rotundidad a la cabeza el nombre del autor francés de polar que podría abordar el affaire Bettencourt. No, desde luego, los clásicos de la rama dura de la série noire, Jean-Patrick Manchette o Didier Daeninckx, más habituados a contar historias de gánsteres muy violentos. Tampoco el marsellés Jean-Claude Izzo, al que podríamos emparentar con la novela policial mediterránea y sociológica de Manuel Vázquez Montalbán y Petros Márkaris. Tal vez, en todo caso, Fred Vargas, de intrigas enigmáticas, medio policiales medio sobrenaturales, capaz contar el caso de un anciano que asfixia a su mujer con migas de pan. O el belga George Simenon…

En fin, en estos momentos, el libro al que lo de Sarkozy y el affaire Bettencourt me remite más directamente es La historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Entre El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké y El impostor inverosímil Tom Castro, podría abrirse camino una historia borgiana titulada El desalmado ladrón de ancianas Sarko.

En mayo de 2012, en un texto en Crónica Negra titulado The French Connection, escribí: “Sarkozy puede ser derrotado este domingo 6 de mayo por François Hollande. (…) Supondría un impresionante fracaso personal de Sarko le Petit. Se confirmaría que sus marrullerías, su permanente estado de excitación, su pasión obscena por los ricos y famosos, su agresividad y su demagogia se han hecho insoportables para decenas de millones de franceses”.

Aunque terminó siendo así, aquella predicción no tuvo mayor mérito. Menos crédulos que, por ejemplo, los estadounidenses, los franceses constituyen un pueblo al que resulta imposible engañar mayoritariamente durante mucho tiempo. La demencia senil de una Liliane Bettencourt no es una enfermedad colectiva del Hexágono.

Sexo y yihad en Malí

 

“Malko miró el horizonte desértico que se extendía ante ellos: de allí, cual jinetes del Apocalipsis, podían surgir las hordas islamistas en cualquier momento. Su misión naufragaba”.

Gérard de Villiers escribe estas líneas en la última entrega de S.A.S., su longeva serie de novelas de espionaje protagonizada por Malko Linge, un trotamundos austríaco al servicio de la CIA. Publicada en octubre de 2012, esa última entrega se titula Panique à Bamako, y lleva este subtítulo: Qui stoppera les Islamistes en route pour Bamako?

Ahora sabemos que François Hollande es la respuesta a tal pregunta. Los soldadosfranceses enviados a Malí por Hollande han detenido a los envalentonados yihadistas en ruta hacia Bamako y los han desalojado de Tombuctú y Gao, enviándolos de nuevo a las arenas del Sáhara. Desde ahí seguirán dando guerra, sin duda.

Soy lector de Gérard de Villiers desde mis tiempos de Beirut, a mediados de los años 1980, pero nunca lo he confesado por escrito. Si lo hago ahora es porque The New York Times, en un largo artículo de su suplemento semanal,  The Spy Novelist Who Knows Too Much, ha desvelado la principal razón por la que unos cuantos periodistas, diplomáticos y espías del planeta leemos en secreto a De Villiers desde hace décadas. Sus novelas, señala Robert F. Worth, el autor del artículo, siempre están basadas en el conflicto internacional más candente del momento, y contienen una cantidad extraordinaria de información tanto sobre los actores e intereses en juego como sobre los usos y costumbres de la zona donde se desarrollan.

De Villiers

De Villiers, un parisiense de 83 años, tiene muchísimos otros lectores (se calcula que las novelas de la serie S.A.S.han vendido unos 100 millones de ejemplares en todo el mundo). Supongo que la mayoría son varones porque este pulp-fictionfrancés está asimismo repleto de sexo y violencia hasta niveles pornográficos. No seré yo quien discuta que De Villiers es machista y colonialista,  clasista y derechista, de todo punto “políticamente incorrecto”. También es cierto que la calidad de sus textos no le llega a la suela de los zapatos a John Le Carré y que en glamour están muy por debajo de Ian Fleming. Y sin embargo…

   Desde marzo de 1965, fecha de la aparición de S.A.S. en Estambul, De Villiers ha escrito cada año cuatro o cinco entregas de la seria protagonizada por Malko Linge, y ahora está ultimando la número 197. Su punto fuerte es el trabajo de campo. Recoge información sobre el terreno como un reportero de la vieja escuela, y le añade una buena dosis de información confidencial que obtiene de sus muchos amigos espías, gente de la CIA, la DGSE, el Mosad y otros servicios.

De Villiers es muy bueno para sintetizar enrevesadas situaciones políticas y bélicas, de modo que no es inútil que el reportero enviado a Pekín, Caracas, Moscú, Jerusalén, Johannesburgo o Beirut se lleve el libro correspondiente de la serie S.A.S. junto con la documentación ortodoxa.

    Por ejemplo, Panique à Bamako retrata muy bien la atmósfera de una capital de Malí donde no manda nadie y sobre la que en cualquier momento pueden caer los yihadistas cual plaga de langostas.

Aparece el capitán Sanogo, el jefecillo de la junta militar que, en marzo de 2012, depuso al presidente Amadu Tumani Turé. Samogo, según acaba de informar el diario Le Pays, de Uagadugú, sigue acantonado cerca de Bamako y no ha renunciado a su pretensión de gobernar Malí. “A su pesar, el jefe de la ex Junta ve desfilar por el suelo de Mali a soldados extranjeros”, escribe Le Pays. “En el colmo de la ironía, han venido a socorrer al pueblo maliano en el papel que hubiera debido corresponder a un Ejército nacional minusválido, dividido y desbordado”.

También salen en Panique à Bamako los tuareg del Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA). Fueron ellos los que, a comienzos de 2012, desencadenaron esta crisis al arrebatarle al Ejército de Malí buena parte del norte desértico del saheliano. Sueñan con crear allí un Estado tuareg independiente llamado Azawad.

Y, por supuesto, están los yihadistas. Una constelación de ellos acompañaba a los victoriosos guerreros del MNLA en la ofensiva de comienzos de 2012. Integrados por tuareg, árabes y negros, fueron los locos de Dios los que terminaron haciéndose  con el control de Tombuctú, Gao y Kidal, e imponiendo en esas ciudades del desierto la barbarie salafista de la destrucción de monumentos, la quema de manuscritos y los azotes y ejecuciones de hombres y mujeres poco fervientes en la fe islámica.

Malí es hoy un país tutelado por Francia, escribe Jeune Afrique, y cabe imaginar que va a tener que ser así durante un tiempo. Pero esa es otra historia.

Worth, el autor del perfil del New York Times, estuvo con De Villiers en París. Lo visitó en su casa de la Avenue Foch, repleta de artefactos eróticos y armas de guerra, y luego se fueron a comer ostras y beber Muscadet a un restaurante. De Villiers no le negó que sus novelas les sirven a sus amigos de las agencias de espionaje como buzones para depositar ciertas informaciones y mensajes. Interesante, ¿no?