Lo hicieron por ti

Republicanos canarios encerrados en Gando por los franquistas

“-El caso es resistir –convino Juan.

-O sobrevivir –corrigió Agustín.

-Que es otra forma de resistir.”

Los milagros prohibidos, Alexis Ravelo.

Me irritan aquellos que para recomendar una determinada novela, película o serie televisiva pontifican que es “imprescindible” (ya no digamos cuando usan inadecuadamente el vocablo “imperdible”). Nada es “imprescindible” en esta vida, excepto unas cuantas cosas: algo de salud, amor y amistad, un techo y un puchero modestos, un mínimo de libertad y dignidad. Me limitaré, pues, a decir que si aún no la ha leído, Los milagros prohibidos, de Alexis Ravelo, puede resultarle una novela excelente para el equipaje de este verano. En mi opinión, una de las mejores de la cosecha en castellano en lo que llevamos de año.

El canario Ravelo es uno de los autores más sólidos de nuestra novela negra, y aquí mismo ya comenté su Las flores no sangran. Sin embargo, en Los milagros prohibidos (Siruela, 2017) cambia de tercio y cuenta una historia situada en el verano de 1936 en la isla canaria de La Palma. Una historia de lealtad en el comienzo de la Guerra Civil española.

La Guerra Civil produjo episodios que pueden inspirar centenares de libros y películas, como los han inspirado y siguen inspirando la II Guerra Mundial y el Holocausto. Sabemos, no obstante, que a la derecha carpetovetónica le fastidia el que nuestros creadores sitúen allí sus historias. Tiene que ver con su propio complejo de culpa en relación a ese conflicto fratricida y la larga dictadura militar que le siguió. La especie de posfranquismo que rige España ni asume ni condena con claridad sus orígenes, así que prefiere que nadie hable de ellos.

Pero mientras las historias estén bien contadas –eso es lo importante-, ni al lector ni al espectador le sobran las visitas a períodos particularmente dramáticos del pasado. Entre otras razones, como suele repetirse, para intentar evitar que se repitan. Pero también porque en esos momentos catastróficos los seres humanos llevan al máximo sus capacidades para la bellaquería o el heroísmo, para el amor o odio, materiales todos ellos altamente literarios.

Ocurrió que en el verano de 1936 la isla de La Palma siguió fiel a la II República y su recién elegido gobierno democrático, mientras el resto del archipiélago canario quedaba en manos de los golpistas de Franco. Los golpistas, claro, no tardaron en revolverse contra los palmeros leales y se inicio así en la isla una caza de rojos de estremecedora ferocidad. En ese contexto sitúa Ravelo a los protagonistas de su novela: el maestro de escuela Agustín Santos, obligado a vagar por los montes de La Palma con un revólver que no quiere usar; su esposa, Emilia, acosada entretanto por los falangistas en la capital de la isla; el insaciable Floro el Hurón, guía de las escuadras que dan caza a los republicanos huidos.

No es esta, insisto, una novela negra. Pero Ravelo le aplica todo lo que ha aprendido escribiendo novela negra: una prosa limpia y rica, unos personajes memorables, unos diálogos espléndidos y un montaje que deja sin aliento al lector. Ravelo sigue construyendo una inconfundible voz propia, una voz teñida de un acento canario que la emparenta con la gran narrativa latinoamericana. Tengo la impresión de que estamos ante un grande.

¿Sirvió para algo el heroísmo de aquellos palmeros que se echaron al monte para defender la legalidad democrática? La primera respuesta que viene a la cabeza es negativa. No, no sirvió para nada. La isla de La Palma, el archipiélago canario y toda España terminaron en manos de los golpistas, que prolongaron su dominio durante 40 años de franquismo y quizá lo hayan seguido prolongando durante los siguientes 40 años de una democracia manifiestamente mejorable. “España es ese país donde Dios está siempre del lado de los mediocres”, se lee en un momento dado en Los milagros prohibidos. 

Y sin embargo, hacia el final de la novela, el narrador cuenta que uno de sus personajes responde así a la pregunta: “Lo hicieron porque creían en la justicia, en la lucha contra la infamia, en un mundo mejor. Y una vez que estaba borracho, casi se le saltaron las lágrimas acordándose de ellos, y acabó diciéndome que, en realidad, lo hicieron por el futuro y por los demás. ´Lo hicieron por todos, Paquito. Lo hicieron por ti´.”

Una versión previa de este artículo fue publicada por el autor en Cartelera Turia (Valencia) el 12 de abril de 2017.

 

Robots asesinos

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Mercenario de BlackWater en la guerra de Irak

Los ingresos por la exportación de armas llegan a superar en España los del vino y el aceite de oliva juntos. Esta es una de las cosas que contó Rodrigo Palacios en la presentación de su novela Motivos para matar, el viernes por la noche en la librería madrileña Lé. Este thriller, publicado por Edhasa en su colección Polar, tiene como protagonista no a una persona, sino a una empresa imaginaria llamada Defensiva, dedicada a la fabricación de productos letales de alta tecnología y al suministro de eso que antes llamábamos mercenarios y ahora se considera más presentable si se usa el eufemismo de seguridad privada.

       Defensiva sostiene relaciones de competencia y compadreo con otras grandes empresas españolas –de su sector y otros de los denominados estratégicos-, y todas ellas, dice el narrador de la novela, son “el verdadero dueño del país”, “los que manejan la marioneta”. La marioneta –ustedes lo habrán anticipado- son los políticos de los grandes partidos y los medios de comunicación tradicionales.

motivosparamatar-689x1024   Motivos para matar tiene momentos muy interesantes sobre las relaciones entre el poder económico y los gobernantes. En un encuentro entre tres empresarios, Fermín Mesado, el presidente de Defensiva, les pide a los otros dos que aceleren el nombramiento de un nuevo ministro de Defensa favorable a sus intereses. Este es un instante de esa conversación:

“-No veo por qué no podéis –se quejó Mesado.

-No te estamos diciendo que no podamos, Fermín –se adelantó Hernán-. Te estamos diciendo que no se hace así de rápido. Hay que seguir unos pasos”.

Más adelante, hablando de Arguimbau, exministro de Defensa, el narrador hace esta reflexión: “La política sincera era la que se peleaba por esquivar las influencias del poder. Esa permanente presión de la que es casi imposible escapar. Sobre todo en este país”.

Rodrigo Palacios, ingeniero de formación, ofrece en esta novela un interesantísimo vistazo al universo de la guerra en el siglo XXI. Como ya comenzó a ocurrir con la invasión estadounidense de Irak -recuérdese al «contratista» BlackWater-, las empresas de “seguridad privada” irán reemplazando a los ejércitos nacionales en las batallas en el exterior. “El cuento del patriotismo es muy bonito, pero está pensado para que el soldado raso no dude a la hora de saltar desde una trinchera”, dice en un momento dado Fermín Mesado. Y ahora ya no es demasiado útil emplear soldados y trincheras, es mucho más eficaz utilizar el espionaje y el sabotaje cibernéticos, la robótica y la realidad virtual y, por qué no, hasta humanoides.

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La guerra en un futuro no muy lejano

Carlos Migala y los monstruos de alta tecnología que crea para Defensiva acercan esta novela en algunas de sus escenas al universo de pesadilla de Blade Runner, la película y la novela de Philip K. Dick en que se inspiró. Ese futuro ya está aquí, aunque los medios hablen poco o nada de ello y prefieran distraer a la parroquia con navajeos politiqueros o querellas de alcoba.

Rodrigo Palacios apunta buenas maneras de escritor, que deberá seguir puliendo como exigía Hemingway. Entretanto, Motivos para matar se hace cada vez más entretenida a medida que se avanza en su lectura y va ofreciendo un buen puñado de fogonazos sobre la realidad de España y el mundo. Si algo hace interesante al género negro es que puede contar mejor que el periodismo lo que pasa hoy y lo que pasará mañana.

Precisamente, el periodismo, a través del personaje de Irene Rojo, es otro de los vectores de esta obra. Irene Rojo es un modelo muy habitual de periodista, uno de esos a los que lo único que les importa es su carrera porque en sus vidas no hay nada más. Y las observaciones del narrador sobre el actual delirio mediático son muy acertadas. Les adelanto esta:

“¿Quién está seguro de algo en estos tiempos? Si ya antes los periódicos salían llenos de mentiras, hoy día se contaban sin siquiera ir escritas sobre papel. Imperaba lo digital. Las pantallas. Las mismas patrañas con vida más efímera. Antes era reliquia el periódico de ayer, ahora las caducidades se medían en minutos, las noticias volaban y se consumían. Cambiaban más rápido que la realidad”.

¿Enemigos del Estado?

En un tuit del jueves 11 de julio, Maruja Torres escribía refiriéndose irónicamente a Barack Obama: “Éste merece ser blanco”. Sí, a tenor, entre otras cosas, de la saña con la que dirige la búsqueda y captura de Edward Snowden, Obama es tan “blanco” como George W. Bush, aunque, eso sí, mucho más listo.

El primer presidente afroamericano de Estados Unidos prosigue la llamada “Guerra contra el terror”, pero utilizando el secreto y las nuevas tecnologías allí donde su predecesor prefería el escándalo público y la política de la cañonera. En Crónica Negra ya he escrito que Obama es el primer comandante en jefe de las ciberguerras estadounidenses del siglo XXI: está llevando a niveles masivos el uso de drones para asesinar a presuntos terroristas, de virus cibernéticos para sabotear a rivales potenciales y del espionaje de las conversaciones telefónicas y el acceso a Internet para saber lo que hacemos todos y cada uno de nosotros. Ahora le tomo prestada una fórmula a mi compañera Elena Reina: Obama es una especie de Bush 2.0.

No nos engañemos: hay que ser “blanco” para ocupar la Casa Blanca. Wall Street y el complejo militar-industrial que denunciaba el mismísimo Eisenhower no permitirían otra cosa. Colin Powell o Barack Obama jamás habrían llegado tan lejos si su alma no hubiera sido bastante más pálida que la piel de su rostro. Lo demás es una cuestión de matices –más o menos progresista, más o menos conservador– en derechos civiles, sanidad, ingresos fiscales y gasto público, agresividad en la acción exterior. No negaré la importancia de esos matices en la vida de millones de personas, lo que quiero subrayar aquí y hoy es que, al lidiar con el dinero y las armas, hasta el denominado “hombre más poderoso del planeta” se debe a “intereses superiores”.

A raíz del caso Snowden, me he acordado de una película que vi en Washington cuando vivía allí, en la segunda mitad de los años 1990. Se llama Enemy of the State (“Enemigo público” en España) y la protagoniza el actor negro Will Smith. Es un trepidante thriller que cuenta cómo un abogado que descubre por casualidad un asesinato cometido por gente del NSA (National Security Agency) es perseguido implacablemente por los autores del crimen. Quieren matarle, claro.

El thriller literario y cinematográfico suele anticipar lo que será titular de periódicos y telediarios años después. En el caso de Enemy of the State, su novedad estribaba en que, tres lustros antes del caso Snowden, desvelaba cómo los servicios de inteligencia pueden localizarnos a cualquiera de nosotros en cualquier lugar y momento a través del uso que hagamos de nuestros móviles, conexiones a Internet, navegadores GPS en automóviles y tarjetas de crédito. Por supuesto, el personaje interpretado por Will Smith era estigmatizado oficialmente como “una peligrosa amenaza para la seguridad nacional”, el cuento con el que gobernantes y servicios policiales y de espionaje consiguen la aquiescencia de la mayoría para seguir construyendo el 1984 orwelliano.

Con 58 años en el planeta y 35 en el oficio, estoy bastante curado de espantos, y, sin embargo, me escandaliza estos días ver como gente que dice llamarse “periodista” adopta con fervor el punto de vista del Estado norteamericano en relación al caso Snowden. No puedo estar más de acuerdo con lo que, a propósito de los Snowden, Manning, Wikileaks y compañía, acaba de escribir en The Guardian Jeff Jarvis, profesor de periodismo de la City University of New York. En un artículo titulado Who is a journalist?, que contiene además una interesantísima reflexión sobre la democratización del oficio en estos tiempos de Internet y redes sociales, Jarvis sostiene que los mencionados whistleblowers son, en todo caso, “culpables” de actos de periodismo; en ningún caso de actos de “traición a la patria” o “espionaje para potencias extranjeras”.

“¿Qué diablos es el periodismo?”, se pregunta Jarvis. Él mismo da la respuesta: “Es un servicio cuya misión es tener informado al público. (…) Cualquier cosa fiable que sirva al objetivo de tener una comunidad informada es periodismo. (…) El verdadero periodista debería desear que cualquiera se sume a la tarea”. Los Manning, WikiLeaks, Snowden y Greenwald, concluye el profesor neoyorquino han realizado “actos de periodismo”, actos de servicio en provecho de una comunidad mejor informada.

¿Enemigos del Estado? En todo caso, del Estado con vocación totalitaria.