Detective Hammett

Dashiell Hammett, el padre del género negro, pasó seis meses en la cárcel en 1951 por negarse a colaborar con la caza de rojos del siniestro senador Joseph McCarthy. La delación de amigos y compañeros no entraba en el código de honor del autor de Cosecha roja y La llave de cristal. Sin embargo, entre 1915 y 1922, Hammett había ganado sus primeros dólares trabajando como detective en la Agencia Pinkerton, contratada con frecuencia por empresarios estadounidenses para reventar huelgas a toda costa, incluidos el uso del secuestro de líderes sindicales, las palizas a obreros y el reclutamiento de pandilleros como esquiroles. Es muy posible que fuera precisamente esa experiencia lo que llevara a Hammett a sostener en el resto de su vida posiciones críticas con los de arriba y solidarias con los de abajo.

La historia de la represión del movimiento obrero en Estados Unidos –primero el anarquista, luego el comunista- es brutal. Arrancó con la ejecución de los Mártires de Chicago en 1886 –hecho que dio lugar a la celebración del 1 de Mayo como Día de los Trabajadores-, prosiguió con la de Saco y Vanzetti en 1927 y se prolongó tras la Segunda Guerra Mundial con las guerras sucias del FBI de Hoover y la caza de brujas de McCarthy. En ese contexto cabe situar la acción mamporrera de Pinkerton en los años en que Hammett trabajaba allí.

Hammett trasladado a prisión por negarse a delatar a comunistas.

Salvo algunas vagas alusiones del propio Hammett, su trabajo en Pinkerton está poco o nada documentado. Por eso, resulta tan interesante la publicación de Un detective llamado Dashiell Hammett (RBA, 2019), obra del periodista estadounidense Nathan Ward. Ward ha rastreado la pista del joven Hammett y, entre otras cosas, ha resucitado un trabajo en el mismo sentido efectuado en los años 1960-1970 por David Fechheimer, entonces un detective de Pinkerton en San Francisco.

El resultado de las pesquisas de Ward es que, efecto, Hammett fue un buen investigador privado y que aquella experiencia influyó de modo decisivo tanto en su visión rebelde del mundo como en su estilo literario (la maravillosa sequedad de su prosa se emparenta con la de los informes detectivescos).Tras dejar Pinkerton, Hammett se convirtió en escritor. Contó en sus novelas la violencia, la corrupción y la hipocresía del Estados Unidos que él se había pateado como sabueso de la agencia. Y creó personajes –el Agente de la Continental, Sam Spade, Nick Charles- que no eran exactamente él, pero que compartían su individualismo con conciencia social, su desprecio por los políticos golfos y sus amigos gánsteres, la atracción y repulsión que le provocaban al mismo tiempo mujeres fatales como la Brigid O’Shaughnessy de El halcón maltés.

Alto, delgado, elegante, impenitente fumador y bebedor, Hammett terminó convirtiéndose en una de las voces más insobornables de la izquierda estadounidense en el ecuador del siglo XX. Y lo pagó con la cárcel.

Este artículo fue publicado originalmente en la edición del 31 de mayo de 2019 de Cartelera Turia (Valencia).

El caso Hildegart

Fue el asunto criminal más apasionante en la breve vida de la II República Española. Lo tenía todo: un parricidio a sangre fría, una víctima joven y prometedora, un verdugo altanero y detestable y el telón de fondo de las causas más progresistas de la época. El asesinato de Hildegart Rodríguez ocurrió en su casa, en la esquina de la madrileña calle Galileo con Fernández de los Ríos, no lejos de donde escribo, pero no es por eso por lo que lo recuerdo ahora. Si lo hago es porque la editorial La Linterna Sorda acaba de reeditar una de las obras claves sobre el caso. Se llama Aurora de sangre. Vida y muerte de Hildegart y la escribió Eduardo de Guzmán, el periodista que mejor cubrió el suceso.

Aurora Rodríguez Carballeira mató a su hija única, Hildegart, de 18 años, a primeras horas de la mañana del 9 de junio de 1933. Entró en el dormitorio de la muchacha y le disparó cuatro tiros a bocajarro con un pequeño revólver Velo-Dog. A continuación, salió a la calle, consultó qué hacer con un diputado amigo suyo y no tardó en entregarse en el juzgado de guardia. Declaró haber cometido el crimen para impedir que su hija, la obra maestra de su vida, se le escapara de las manos.

He escuchado esta historia desde niño. José Valenzuela Moreno, un hermano de mi padre, fue el fogoso fiscal del juicio celebrado en la primavera de 1934 en el que un jurado popular condenó a Aurora a 26 años de reclusión. Mi tío escribió un libro sobre el caso: Un informe forense. El asesinato de la Hildegart visto por el fiscal de la causa (Madrid, Editorial Mar i Cel, 1934). Los españoles estaban tan interesados en aquella tragedia que las crónicas de la vista oral arrebataron las portadas durante días a los muchos líos políticos y sociales de la España de aquel entonces.

En realidad, el caso Hildegart también era político. La derecha responsabilizaba del parricidio a las ideas socialistas, anarquistas y feministas. En la izquierda, socialistas y anarquistas se disputaban a la víctima –era de los nuestros- y condenaban a Aurora.

Eduardo de Guzmán, un periodista libertario que conocía a la madre y la hija, cubrió el asunto para el diario La Tierra. En 1973 se publicaría por primera vez su libro Aurora de sangre, reeditado ahora por La Linterna Sorda. Fernando Fernán-Gómez dirigiría una película inspirada en esa obra. Interpretada por Amparo Soler Leal y Carmen Roldán, Mi hija Hildegart se estrenaría en 1977.

La tragedia comenzó 18 años antes del asesinato de la calle Galileo. Aurora Rodríguez quería moldear una “mujer perfecta”, una mujer culta y revolucionaria que no dependiera ni económica ni sentimentalmente de ningún hombre. En primer lugar, escogió un “colaborador fisiológico” para quedarse embarazada, un padre que no pudiera reclamar su descendencia (al parecer, un cura gallego). Luego, le dio a Hildegart una educación que pocas mujeres de su época poseían: la muchacha ya había terminado la carrera de Derecho a los 17 años y hablaba varios idiomas. Y desde su adolescencia, la impulsó a escribir sobre las causas más avanzadas del momento.

Hildegart se convirtió en la “niña prodigio” de la izquierda española. Publicó artículos y libros a favor de la justicia social, la igualdad de derechos de las mujeres y la revolución sexual. Dio conferencias sobre esos temas en ateneos y casas del pueblo. Militó en el PSOE y la UGT, pero, desencantada por las traiciones socialistas a sus propios principios, fue evolucionando hacia posiciones federalistas y libertarias.

Cuando Hildegart, a los 18 años, quiso emanciparse de una tutela de su madre que percibía crecientemente como tiránica, Aurora le pegó cuatro tiros. Aún persiste el misterio de cuál fue el desencadenante del parricidio. ¿Estaba iniciando Hildegart una relación sentimental con un hombre? ¿Había expresado su deseo de vivir fuera del domicilio materno? ¿Tenían divergencias las dos mujeres en materia política?

Al término de su juicio, Aurora dijo: “Dentro de las normas espirituales al uso, considero lógica la sentencia. Lo que más celebro de ella es que se me haya reconocido la lucidez, la responsabilidad de mis actos. Yo no soy ni esa mujer perversa y desnaturalizada de la que hablaba el fiscal, ni esa paranoica a la se refirió el defensor. Me considero, al modo de Hipólito Taine, un espíritu superior, no tanto por mi grandeza intrínseca y positiva, como por la pequeñez y ruindad de los seres que me rodean” (Guillermo Rendueles, Manuscrito encontrado en Cienpozuelos. Análisis de la historia clínica de Aurora Rodríguez, La Piqueta, Madrid, 1989).

La libertad es el tema de esta tragedia. Aurora Rodríguez quería la liberación de las mujeres; Hildegart, también, pero comenzando por su emancipación de una madre autoritaria y egocéntrica. Aurora, el Pigmalión femenino que había soñado con crear una mujer libre, se había convertido en un monstruo. Tanto que terminó matando a su criatura cuando sintió que se le iba de la manos.

Aurora estuvo recluida en el psiquiátrico de Ciempozuelos las dos décadas que siguieron a la Guerra Civil. Allí murió en 1955.

 

El caso Victor Serge

Victor Serge

“Sobre la mesa, entre los vasos, había un revólver Colt, de cañón corto y cilindro negro, arma prohibida cuya sola presencia era un delito; un fino Colt, nítido, que llamaba a la mano y estimulaba la voluntad.

       -Cuatrocientos, mi amigo.

      -Trescientos –dijo Romáshkin, inconscientemente, lleno ya de la magia del arma.

     -Trescientos. Lléveselo, amigo –dijo Ajim-, mi corazón confía en usted”

El caso Tuláyev, Victor Serge

Victor Serge (1890-1947) era un tipo valiente. Si aún hoy puede costarte caro sostener que la disciplina militar, la adhesión inquebrantable al líder y la mordaza para el disidente no son valores de izquierda, esto podía suponerte un tiro en la nuca en la época en la que a él le tocó vivir. De hecho, Serge pagó esa convicción con una estancia en el gulag, el desprecio de la inmensa mayoría de sus ex camaradas y una muerte triste y solitaria en México.

El sofisma usado entonces contra Serge venía a ser el que hoy también puede escucharse, aunque en circunstancias obviamente menos dramáticas: criticar en público a un líder, un partido o un movimiento de izquierda supone hacerle el juego a la derecha. Su réplica sigue siendo válida: si el fin justifica la adopción de los métodos autoritarios y caudillistas de la derecha, apaga y vámonos.

Una pequeña editorial madrileña, Capitán Swing, acaba de reeditar la novela más interesante de Victor Serge: El caso Tuláyev. Menos conocida que parientes suyos como El cero y el infinito, de Koestler, o 1984, de Orwell, esa obra supone, sin embargo, una denuncia aún más explícita de la tiranía estalinista.

Obra coral, con diversos personajes y escenarios, su trama, entre policíaca y política, se desencadena a partir del asesinato a tiros del prominente camarada Tuláyev en una gélida noche moscovita. La búsqueda del asesino levantará el telón sobre la Unión Soviética de las purgas inquisitoriales de Stalin de los años 1930, un país lúgubre y acobardado donde la expresión de la más mínima discrepancia te puede llevar a la cárcel, el campo de concentración o, si eres afortunado, la ejecución sumaria. Sobre todo si el disidente es “uno de los nuestros”, un partidario de la revolución de 1917.

Como otras anteriores, esta edición de El caso Tuláyev está prologada por Susan Sontag. La escritora estadounidense arranca llamando a Serge “uno de los héroes éticos y literarios más imponentes del siglo XX”, y, a continuación, explica por qué, pese a ello, es tan poco conocido.

Para empezar, ningún país le reivindica. Victor Serge nació en Bruselas, hijo de opositores rusos al zarismo, y vivió en Bélgica, Francia, España, Rusia, Alemania y Austria, para terminar muriendo en México. Hablaba cinco lenguas (francés, ruso, alemán, castellano e inglés) y se consideraba ciudadano del mundo.

Tampoco le reivindica ninguna ideología: trabajó junto a socialistas, anarcosindicalistas y comunistas, pero fue siempre un átomo libre, un revolucionario inclasificable e indomable, un libertario. Como a tantos otros, las esperanzas despertadas por la revolución rusa de 1917 le engancharon, y en los años siguientes fue un activo bolchevique y un dirigente del Komintern. Pero la zafiedad y brutalidad de Stalin no tardaron en asquearle. Sus primeras críticas al régimen estalinista le llevaron al gulag, de donde solo salió, para ser expulsado de la Unión Soviética, tras una intensa campaña a su favor del escritor francés André Gide.

En los años 1930, 1940 y 1950, muchos intelectuales progresistas comulgaron con la inmensa rueda de molino de no expresar el menor reparo al régimen soviético para no dar bazas a sus poderosos enemigos. Pero también hubo quién no calló. André Gide y Victor Serge estuvieron entre ellos (y en España, el socialista Fernando de los Ríos y el marxista Andreu Nin).

Serge escribió El caso Tuláyev entre 1940 y 1942, en Francia, República Dominicana y México. Huía tanto de Hitler como de Stalin y seguía considerándose un revolucionario de izquierda. Pese al fracaso de la revolución rusa, jamás renunció a la idea de que el mundo necesita un cambio radical.

Así relata Susan Sontag su penoso final: “Desarrapado, desnutrido, cada vez más aquejado de angina de pecho –que empeoró a causa de la altitud de la ciudad de México-, sufrió un infarto en la calle a altas horas de la noche, llamó un taxi y murió en el asiento posterior. El conductor lo depositó en una comandancia de policía: transcurrieron dos días antes de que su familia supiera lo que había sucedido y pudiera reclamar su cuerpo”.

Victor Serge fue el primero en calificar de “totalitario” al Estado soviético, en una carta que escribió a unos amigos de París la víspera de su detención en Leningrado, en febrero de 1933. Era una verdad como un templo. Por mucho que fuera una verdad “incómoda” para buena parte de la izquierda mundial.

Su postura frente a la verdad es lo que hace tan genuino a Victor Serge, escribió John Berger. Entre la verdad y el partido, siempre escogió la verdad.