Traficando con hachís

Quis custodiet ipsos custodes? Al comenzar el relato de sus peripecias, Patience Portefeux cita esta máxima con la que los antiguos romanos se formulaban la inquietante pregunta de quién vigila a los vigilantes. Los vigilantes –policías, fiscales y jueces- tienen hoy muchísimo más poder que en tiempos de César. Nos tienen a todos vigilados todo el tiempo, no vaya a ser que seamos terroristas o narcotraficantes. Patience Portefeux trabaja, precisamente, en el negocio de la vigilancia, aunque de un modo peculiar. Como sabe árabe, incluidos sus dialectos, la Brigada de Estupefacientes de la Policía francesa la emplea como traductora de las muchísimas conversaciones telefónicas de camellos magrebíes que va escuchando y grabando.

Patience Portefeux es la protagonista de la novela que estoy leyendo: La Daronne, de Hannelore Cayre. Esta obra, que ganó el Grand Prix de Littérature Policière 2017, confirma que el género negro también tiene mucho vigor en la lengua de Molière, un hecho reconocido por la concesión a Fred Vargas del premio Princesa de Asturias de las Letras. Que el vigor del polar, el noir francéslo expresen mujeres como Vargas o Cayre es muy estimulante.

La Daronne está teñida de humor refrescante. Patience es viuda y tiene más de medio siglo de edad y dos hijas emancipadas, aunque al estilo del siglo XXI: con trabajos precarios y sueldos miserables. Ella es intérprete de la Brigada de Estupefacientes y lleva una existencia más bien triste. Hasta que un buen día se da cuenta de que puede utilizar en provecho propio la información que traduce para los policías. ¿Cómo? Pues pasándose al lado oscuro y traficando con cannabis.

La persecución del cannabis es uno de los mayores absurdos de los gobiernos occidentales. Las teles dan últimamente muchos reportajes sobre los líos del narcotráfico en Algeciras. La Guardia Civil no da abasto para atajar la actividad de los lugareños que importan a Europa el hachís de Marruecos. Como loros, los periodistas repiten las quejas de los agentes y se suman a sus demandas de más medios humanos y materiales. No se plantean, en cambio, la cuestión de puro sentido común de si no sería más sensato legalizar de una puñetera vez la marihuana y el hachís.

Queridos agentes, os dedicáis a una tarea de Sísifo que tira a la basura el dinero de los contribuyentes. No es culpa vuestra, lo sé; es culpa de los gobernantes. Mejor sería que, como en Uruguay y tantos territorios de Estados Unidos, esta droga, menos dañina que el alcohol y el tabaco, fuera legal. Nos ahorraríamos un pastón. Mejor aún, las arcas del Estado ingresarían los impuestos sobre su cultivo y comercialización.

Entretanto, como la razón no reina ni en el país de Descartes, Patience Portefeux piensa aprovecharse del hecho de que el hachís que está a 1.400 euros el kilo en Marruecos cueste, gracias a la prohibición, 5.000 euros en Francia. No la condeno, me cae bien.

PS. Este artículo fue publicado en Cartelera Turia (Valencia) el 1 de junio de 2018. Con posterioridad, el 20 de junio, el Parlamento de Canadá aprobó la legalización del uso recreativo del cannabis. Canadá se sumó así a la vía del sentido común iniciada por Uruguay bajo la presidencia de José Mujica. Pablo Iglesias, líder de Podemos, observó con sensatez que España debería hacer lo mismo.

 

Limones negros: «Se irán de rositas»

uco-guardia-civil“Se irán de rositas”, le dice Sepúlveda a la capitana Lola Martín en una de las escenas de la novela  Limones negros. A Lola Martín, de la UCO -la unidad de la Guardia Civil especializada en la lucha contra los grandes delitos- le cuesta compartir el escepticismo de Sepúlveda. Es veinte años más joven y cree que, aunque sea a trancas y barrancas, los malos siempre terminan pagando por sus crímenes. Si no lo creyera, no trabajaría donde trabaja.

Sepúlveda, profesor del Instituto Cervantes de Tánger, está ayudando a la guardia civil en el rastreo de las huellas dejadas en la ciudad marroquí por los negocios sucios de un prominente banquero madrileño. Le ayuda porque ella ha sabido mover los resortes adecuados: su hastío por la corrupción que infecta España y su vanidad de buen conocedor de los bajos fondos tangerinos. Pero en ningún momento cree que los grandes tenores del saqueo del dinero público –los auténticos, los ricos y poderosos- vayan a terminar entrando en prisión. Los sumarios se eternizarán o traspapelarán; los delitos irán prescribiendo; cualquier fallo formal en las investigaciones policiales y judiciales será explotado a fondo por abogados perspicaces y carísimos… A lo sumo, serán castigados sus segundos espadas.

En esta obra de ficción, Sepúlveda le suelta a la capitana: “Lola, lamento tener que decírtelo, pero creo que hacéis el trabajo de Sísifo. Cada vez que conseguís llevar la piedra a lo alto de la montaña, vuelve a caer abajo.” Y ella le responde que esa actitud no lleva a ninguna parte, que habrá que intentarlo, que probablemente algunos terminarán pagando. Los dos, el profesor y la guardia civil, tienen razón. Hay verdades que no son contradictorias entre sí.

rodrigo-rato   He estado ultimando estos días con los amigos de la editorial Anantes el envío a la imprenta de Limones negros, mi segunda novela tangerina. Las noticias que leía en mi teléfono me confirmaban la conclusión a la que llegué al publicar la primera: ninguna ficción puede igualar la realidad de los casos de corrupción en la España actual. La realidad del obsceno esperpento español es novelescamente casi inverosímil.

A un fiscal de Murcia le roban en su casa el ordenador con el que trabaja en un caso de corrupción. A su jefe le destituyen por atreverse a investigar al cacique local. El cuñado del rey es condenado a seis años de cárcel, pero le dejan regresar a Suiza sin tan siquiera exigirle una fianza. Su esposa, hija y hermana de reyes, se libra de cualquier mancha penal porque asegura que no se enteraba de lo que firmaba. Los sinvergüenzas que llevaron a la ruina a la caja de ahorros madrileña, aunque sentenciados a prisión, siguen durmiendo en sus mansiones…

LN

Este es el país en que un político esconde un millón de euros en la casa de su suegro y, cuando es descubierto, afirma que lo ha dejado allí un fontanero o un empleado de Ikea. El país en que el presidente del Gobierno envía SMS cariñosos a un notorio tahúr. El país en que jueces activos en la lucha contra la corrupción son expulsados de su carrera porque, al parecer, han cometido errores técnicos en su instrucción. El país en que los denunciantes del saqueo de las arcas públicas malviven amedrentados, mientras los ladrones se jactan de su inocencia ante los medios que ellos o sus amigos controlan. Y también el país en que unos chavales duermen preventivamente entre rejas por una función de títeres.

¿Justicia igual para todos? ¿El imperio de la ley? Bla, bla, bla. Palabrería de gente que sabe que al final quedará impune, y de sus bien pagados propagandistas. O de esos tontos que, aunque llueva, caminan por la calle sin paraguas por que la tele dice que luce un  sol radiante.

Limones negros será publicado este mes de abril de 2017 por la editorial Anantes.

«No puedo respirar»

Eric Garner, estrangulado por un policía en Nueva York

Eric Garner murió asfixiado en Nueva York. Era asmático y un robusto policía le aplicó una llave de estrangulamiento cuando yacía indefenso en el suelo.

Garner estaba inmovillizado y rodeado de agentes. Mientras el policía le estrangulaba, acertó a decir que se estaba ahogando (I can´t breath, No puedo respirar). Imploró auxilio. Repetidamente. En vano.

Se ganaba la vida con la venta ambulante de cigarrillos. No tenía permiso, pero así alimentaba a su familia: esposa y seis hijos.

Hasta que la Policía le sorprendió en la calle.

Daniel Pantaleo es agente de la Policía de Nueva York. Fue el hombre que estranguló a Garner el pasado 17 de julio.

Garner era negro. Pantaleo no es negro.

Pantaleo acaba de ser absuelto por un jurado de Nueva York. Miles de afroamericanos salen a la calle allí y en otras ciudades de Estados Unidos. Protestan por esa inicua absolución.

Las televisiones llevan varias semanas dando imágenes de este tipo.

Hace poco fue en Ferguson, un suburbio de San Luis (Misuri). Un jurado absolvió a un policía que había matado a tiros a Michael Brown.

Brown tenía 18 años de edad, estaba desarmado y carecía de antecedentes. Se rindió ante el policía, pero éste le pegó seis tiros, seis.

Brown era negro. Darrell Wilson, el policía, era blanco. La mayoría del jurado que pronunció la absolución era blanca. La mayoría de la gente que protestó, pacífica o violentamente, era negra.

Tamara King, una de las manifestantes de Ferguson, declaró: «La gente siempre dice: «¡Oh, ya estás otra vez con la carta de la raza! Mi pregunta es: ¿Quién creó la baraja? ¡Ustedes crearon la baraja!«.

La impunidad de la Policía cuando abusa de la fuerza ante negros es la chispa y el combustible de los incendios de Ferguson y Nueva York.

Es el día de la marmota. Eso ya ocurrió en Los Ángeles en agosto de 1965 –disturbios de Watts– y en la primavera de 1992 –caso Rodney King-. Y en muchos otros lugares y momentos.

Poco cambia las cosas el que el presidente de Estados Unidos sea ahora un negro –más bien un mulato- llamado Obama.

Los negros que protestan no están paranoicos. La sucesión de casos diseña un patrón de conducta.

En julio de 2013, George Zimmerman, un vigilante voluntario de Stanford (Florida), fue absuelto por un jurado racialmente favorable a su persona de cualquier posible delito relacionado con la muerte, un año antes, de un chaval negro llamado Trayvon Martin.

Trayvon tenía 17 años y su único delito era pasear por un barrio acomodado de blancos con la capucha del chándal sobre la cabeza.

Zimmerman le disparó con su pistola del calibre 9 milímetros y lo dejó seco.

Policías, guardias y vigilantes tienen en Estados Unidos licencia para matar a aquellos tipos de minorías raciales o culturales que les parezcan sospechosos. En 2013 se cargaron a 461 personas, según las estadísticas oficiales. Eugene Robinson informa en The Washington Post que ese diario ha estudiado el asunto y que la cifra de muertos anuales llega a los 1.000.

También en otras partes la Policía ha recibido el privilegio de la impunidad en el abuso de la fuerza. Aquí mismo la detención arbitraria, la saña de los antidisturbios, los malos tratos en comisarías y hasta el homicidio por violencia excesiva se saldan con absoluciones o indultos.

Gobernantes y buena parte de la ciudadanía justifican la brutalidad policial en la ideología del miedo impuesta tras el 11 de Septiembre.

La revista Esquire entrevistó en julio de 1968 al escritor afroamericano James Baldwin. Los suburbios negros ardían de dolor y cólera por el asesinato de Martin Luther King. Baldwin declaró que no eran los negros los que tenían que enfriar la situación (“It is not for us to cool it”). La revista le dedicó la portada a esa idea.

No son las víctimas las que tienen que calmarse. No sin haber recibido antes un mínimo de consuelo y reparación.

Chester Himes y Walter Mosley son los más celebres autores afroamericanos de thriller. Himes contó Harlem desde dentro. Mosley está contando el Los Ángeles de la gente de piel oscura.

Chester Himes solía decir que si eras joven, varón y negro en Estados Unidos, lo mejor que podías hacer cuando un blanco te dirigía la palabra era quedarte más quieto que una farola y mirarle como si fueras un borrego. El mero parpadeo autorizaba al blanco a pegarte un tiro.

Easy Rawlins, el protagonista de muchas novelas de Walter Mosley, oculta su fortuna y sigue trabajando de portero y limpiador. Piensa que lo más seguro para un negro es mostrarse pobre y sumiso. “Yo estoy trabajando. Yo sólo estoy trabajando”, dice Easy Rawlins en su primera frase en Una muerte roja (Anagrama, 1995).

Los Ochenta, en rojo y negro

«La isla mínima», película de Alberto Rodríguez

Te podía asaltar un yonqui a punta de jeringa o de navaja cuando regresabas a tu cueva de madrugada, casi siempre sin haber conseguido arrastrar contigo a la chica que tanto te había molado en la discoteca. Te podías despertar escuchando en la radio que arreciaba el ruido de sables, que tal periódico ultra invitaba a los militares a poner fin al rojerío rampante, o que el servicio secreto acababa de descubrir a unos cuantos que ya habían puesto manos a la obra. Te podías encontrar al salir a la calle con el cristal de tu Seat 127 hecho añicos y un amasijo de cables allí donde había estado el radiocasete.

Eran los años Ochenta. La España del último tramo de la década de 1970 y el primero de la de 1980 se asemejaba a la de hoy en su enorme cantidad de parados, en el espectáculo de la pobreza exhibido en calles y vagones de metro, en las muchas tiendas cerradas por quiebra, en la grisura y la tristeza que desprendían el paisaje y el paisanaje, en la incertidumbre colectiva sobre el porvenir. Pero en aquella España en la que, como la de hoy, agonizaba un régimen y otro pugnaba por nacer, había dos lacras propias. Una, muy contada, era la pesadilla del golpe militar; a la otra se le llamaba “inseguridad ciudadana”.

Eran tiempos quinquis, tiempos de navajas y escopetas recortadas. La gente de derechas -siempre ha habido un montón en España- decía que con Franco se vivía mejor. La heroína, el ansia de vivir deprisa de los chavales de los suburbios, la inocencia de las medidas de protección de las propiedades públicas y privadas, la ineficacia de una Policía acostumbrada durante décadas a resolver los casos a hostias, la voluntad de muchos jueces de actuar conforme a procedimientos democráticos, todo ello y otras cosas hacían que la convivencia con el delito fuera el pan cotidiano de la gente. Casi tanto como hoy las llamadas inoportunas de los teleoperadores.

La reciente película La isla mínima, uno de los mejores thrillers de la historia del cine español, recrea muy bien la atmósfera de aquellos tiempos Su historia transcurre en un alucinante escenario rural, el de las marismas del Guadalquivir, y eso contribuye no poco a su extraña belleza. Pero Alberto Rodríguez también podría haber situado en un suburbio de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla al par de maderos que investigan la desapareción y muerte de dos chavalitas.

Aquella España en rojo y negro de los Ochenta tuvo sus narradores, Manuel Vázquez Montalbán, que ya tenía un pasado como periodista antifranquista, era la figura más conocida de aquella primera cosecha del noir nacional. Vázquez Montalbán, cuyas novelas policíacas con el personaje Carvalho se leían mucho, hasta alumbró una revista de crónica y literatura negras que se llamó Gimlet, tuvo una vida corta y de la que la actual Fiat Lux recoge el testigo.

El barcelonés no era el único. Jorge Martínez Reverte, con su personaje Gálvez, Juan Madrid, con Toni Romano, Andreu Martín, Félix Rotaeta, Jaume Fuster, Carlos Pérez Merinero y otros contaban en sus novelas policíacas una España que no solía salir en unos periódicos obsesionados, como hoy, con la política partidista e institucional. La España de antros tapizados con el humo de las frituras, de la peste endémica a tabaco y a hachís, de las jeringuillas en los lavabos, de los chavales que palmeaban canciones de Los Chunguitos a bordo de un Seat 1430 recién robado, de los comerciantes que guardaban una pistola bajo el mostrador, de los policías que se cabreaban porque los detenidos salían libres del juzgado al poco de haber entrado, de los jueces que se quejaban de que la Policía les presentara detenidos sin aportar pruebas, de los abogados y curas que intentaban auxiliar a los marginados, de los motines y las fugas en Carabanchel, de los empresarios de la construcción que se iban de putas con concejales…

Todo ello en una atmósfera de golpe militar inminente de la que se daba cuenta en las novelas protagonizadas por el comisario Bernal. Las escribía un narrador exótico, David Serafín, seudónimo tras el que se ocultaba Ian Michael, un profesor galés de la Universidad de Oxford que vivía en Madrid, adoraba España y había leído a Conan Doyle, Agatha Christie y Simenon.

Las novelas de David Serafín han sido reeditadas en estos tiempos por la editorial Berenice, y el hispanista galés, ya septuagenario, sigue viviendo en Madrid, cuya clima seco, según sus médicos, conviene a su salud. Sigue asombrándose de que el mito español presente la Transición como un modelo de pacifismo; a él le pareció bastante sangrienta.

China: una cadena de cangrejos atados a una cuerda


–>

No hay enigma en la China contemporánea descrita por Qiu Xiaolong en su última novela policíaca. El país que presenta Qiu en El enigma de China (Tusquets Editores, 2014) es obscenamente transparente y aterradoramente próximo a, por ejemplo, la España anterior a esta crisis económica. Ambientada, como sus precedentes, en Shanghái, la última entrega de las peripecias del inspector jefe Che Cao retrata una megalópolis entregada en cuerpo y alma a la especulación inmobiliaria, fuente de rápidos ingresos millonarios para los políticos que recalifican y venden terrenos públicos, los constructores privados que levantan rascacielos y urbanizaciones y los particulares con acceso al dinero fácil. Suena familiar, ¿no?

        “La reforma inmobiliaria”, escribe Qiu, “es en realidad un inmenso chanchullo que sólo beneficia a los funcionarios del Partido, y que está inflando la economía hasta convertirla en una burbuja gigantesca”. La corrupción es, por supuesto, la hermana siamesa de esta fiebre del ladrillo: gangrena al poder y se extiende por todo el cuerpo social. Déjà vu, de nuevo.

       El Shanghái que describe Qiu es una ciudad en casi todo similar a cualquier metrópolis occidental: los muy ricos se van haciendo cada vez más ricos, las clases medias aspiran a disfrutar de las migajas del banquete y nadie atiende a los que caen en la pobreza y la marginación. Los símbolos de estatus son también idénticos: poseer automóviles alemanes de lujo, llevar relojes de grandes marcas suizas, ver la tele en pantallas extraplanas de muchas pulgadas, tomar café en un Starbucks, citar en inglés los latiguillos de las escuelas de negocios… Tan sólo el consumo de cigarrillos -abandonado por los saludables triunfadores de Occidente, pero aún vigente en China- y la tolerancia social con los poderosos que tienen concubinas –ahora llamadas pequeñas secretarias-, serían aún especificidades chinas.

          El enigma de China es la más amarga de las novelas policíacas de Qiu, hasta el punto de que deja al inspector jefe Chen al borde del cese o la dimisión. Ya no hay modo de terminar con la corrupción de la élite político-económica china; todo lo más, alguna que otra acción puntual de ciudadanos valientes puede poner fin a la carrera individual de tal o cual cargo. Esa acción se ejerce a través de Internet, utilizando con valentía los resquicios que deja el férreo control oficial del ciberespacio. Y si en alguna ocasión, como en el ficticio caso de Zhou Keng que constituye el argumento de esta novela, los denominados “ciudadanos de la Red” logran denunciar un ejemplo incontestable de podredumbre, el Partido Comunista hasta puede verse obligado a actuar. El corrupto así descubierto pagará con su cargo y hasta con su libertad o su vida el haberse dejado sorprender.

      _La nave, no obstante, sigue su rumbo. “No es justo que sólo hayan castigado a Zhou cuando en realidad la situación se parece a una cadena de cangrejos atados a una cuerda: todos están conectados”, dice Fang, uno de los personajes femeninos de El enigma de China. “La brecha entre los ingresos y el modo de vida de ricos y pobres no dejaba de aumentar, la corrupción y las injusticias flagrantes se extendían por todas partes, los productos químicos nocivos abundaban en los alimentos cotidianos”, recapitula el narrador de la novela. A eso le llaman oficialmente construcción de “una sociedad armoniosa”.

        En 1967 el italiano Marco Bellocchio dirigió una película llamada La Cina è vicina en la que aludía a la influencia en jóvenes de la izquierda europea de las ideas maoístas de la llamada Revolución Cultural. Hoy sabemos que la Revolución Cultural fue un cruel fiasco, del que la China actual abomina, aún reivindicando a Mao como padre de la patria y gobernada todavía en solitario por su partido, comunista en el nombre, neoconfuciano en realidad. Y nadie reivindica la Revolución Cultural en la izquierda europea.

          Lo llamativo es que China sea hoy muchísimo más vecina nuestra que en la década de 1960. Y no sólo porque consumamos muchos de sus productos y porque las colonias chinas sean numerosas en América y Europa, sino, sobre todo, porque China se nos va pareciendo como una gota de agua a otra gota de agua. 

     _Ahora es la derecha occidental la que la cita a China como modelo. De largas jornadas de trabajo, de sueldos justitos, de escasos derechos cívicos y sociales.. y de fortunas colosales conseguidas en un santiamén. Está claro: lo que triunfó a finales de los años 1980 no fue la democracia, fue el capitalismo. La idea de que el más noble objetivo del ser humano es acumular riqueza se extendió como una mancha de aceite por el Este. El darwinismo social –el triunfo del más fuerte o el más adaptable- se convirtió en forma de vida universal. En China, cuenta Qiu, los denominados Bolsillos Llenos, esa gente que cierra los tratos comerciales “en la cena, junto a la máquina de karaoke o en la sala de masajes”,  son los maridos con los que cualquier familia querría casar a sus hijas.

        _En El enigma de China resulta también interesante otra semejanza con España, esta vez con la presente, con la de 2014. Los personajes de la novela que intentan estar bien informados renuncian a intentarlo en los diarios impresos, todos oficialistas, y se buscan la vida en el océano de la Red. “Al igual que un número creciente de ciudadanos chinos, Peiqin creía que no le quedaba otra opción que informarse a través de internet”, escribe Quiu.  “La gente”, añade, “confía en Internet cuando quiere conseguir información detallada sobre esos funcionarios que engordan como si fueran ratas rojas”.

        La novela negra está contando el siglo XXI mejor que cualquier otro medio o género, y de ahí su popularidad. En concreto, Quiu nos está relatando, novela tras novela, la evolución de China. Tanto en lo muchísimo que se va pareciendo a nosotros como en lo poco que va quedando de su tradición: la comida, los poemas y deliciosas rarezas como ese “romance del erudito y la beldad” al que sigue aspirando el inspector jefe Chen.

Madame la Commissaire escribe una novela

Quai des Orfèvres, París

Muchos de los periodistas que han terminado escribiendo novelas negras reconocen haberlo hecho porque la ficción les permite contar cosas que ellos saben con casi absoluta certeza pero que no pueden publicar en los medios convencionales. Se lo impide la necesidad de que una acusación grave contra un poderoso esté absolutamente certificada, y el hecho habitual de que, aunque lo esté, los directivos y propietarios del medio prefieran censurarla.

   Tras conversar el pasado jueves con Danielle Thiéry en la muy noir librería madrileña Estudio en Escarlata (Guzmán el Bueno 46, esquina con Fernández de los Ríos), he estado pensando en que a los policías que cultivan el thriller puede ocurrirles exactamente lo contrario. Los policías no pueden contar en sus obras de ficción absolutamente todo lo que saben, todo lo que han visto, oído y olido. Si lo hicieran, sus obras serían insoportablemente duras. Ni los editores las publicarían, ni los lectores podrían aguantarlas. 

   Por ejemplo, ¿cómo podría madame Thiéry haber narrado en alguna de sus novelas los detalles más realistas de su primer caso como inspectora de Policía en la brigada criminal de Lyon?  Thiéry me contó que acababa de incorporarse a la brigada, y que su jefe, para que ella pudiera demostrar su resistencia, le adjudicó como primera misión el acudir a la autopsia de dos niños, de 4 y 6 años de edad, que había muerto maltratados por sus padres. ¿Qué novela soportaría el relato de esa autopsia en la morgue de Lyon, el que ella, en cambio, sí tuvo que escribir minuciosamente en su informe oficial?

    Danielle Thiéry tenía entonces 22 años de edad. Ahora está jubilada tras haber trabajado durante 38 años en la Policía Judicial francesa, donde fue la primera mujer al alcanzar el grado de commissaire divisionnaire. En ese tiempo ha visto mucha sangre derramada, muchos cerebros y vísceras esparcidos, muchos cadáveres grotescamente abandonados. Los ha visto en las escenas de los crímenes, atentados y accidentes que ha tenido que investigar, y en las fotos que una y otra vez ha tenido que repasar en el transcurso de las instrucciones. Nunca, dice, ha podido transmitir en sus obras de ficción el horror de esas experiencias. Ni tan siquiera lo ha intentado.

       Y sin embargo, quizá haya algo en común en lo que impulsa al periodista a escribir ficción noir y lo que motiva al policía. Los casos no resueltos judicialmente, los casos en que la intuición del investigador policial no ha podido ser acompañada por las pruebas correspondientes, aquellos casos que dejan clavos en el corazón, son, me dijo Thiéry, una de las causas que la llevaron a convertirse, en 1995, en el primer funcionario en activo de la Policía Judicial francesa que escribía y publicaba novelas negras.

Danielle Thiéry

       La comisaria Thiéry ha estado en Madrid presentando su última obra, Clavos en el corazón (La Esfera de los Libros, 2014), la primera traducida al castellano. Con ella ganó en 2013 el Premio Quai des Orfèvres y de ella ha vendido ya más de 200.000 ejemplares en Francia. El número 36 del parisino Quai des Orfrèvres es, como ustedes saben, la sede central histórica de la Policía Judicial francesa, y el premio que lleva ese nombre, el más importante del país en materia de polar. Lo concede un jurado de policías, jueces, abogados y periodistas a un manuscrito anónimo.

    Clavos en el corazón cuenta la historia de dos investigaciones criminales -una actual, otra estancada desde hace diez años- que terminan entrecruzándose. La novela transcurre en el Versalles del siglo XXI y la protagoniza el comandante Revel, un vieux flic absolutamente comme il faut: solitario y amargado, fracasado en su vida familiar y fumador impenitente, consagrado por completo a su trabajo e incapaz de dar un caso por imposible de resolver. Le acompañan en sus pesquisas los miembros de su equipo, y es aquí, en la humanidad de la descripción de Revel y los suyos, donde Thiéry da lo mejor de sí misma. Sabe de lo que habla. Clavos en el corazón debe inscribirse en el subgénero sobre lo absorbente, amargo e ingrato que resulta el trabajo de los investigadores policiales.

Simenon

No les fastidio demasiado la novela si les adelanto que la búsqueda ilegal de una herencia jugosa es la motivación de las dos series de crímenes investigados por Revel. En nuestro encuentro en la librería Estudio en escarlata, le pregunté a madame Thiéry si podía confirmarme que, tal como yo pienso, la codicia, la búsqueda de un dinero fácil, un dinero que pueda conseguirse sin trabajar, es la principal causa del crimen en Francia y en todas partes. Tanto del que derrama sangre como del de cuello blanco, precisé. “Por supuesto”, me respondió, “en nueve de cada diez crímenes, la motivación es la búsqueda del enriquecimiento rápido, la apropiación del dinero del otro”.

    Thiéry, de cabello corto y níveo, me contó que el comandante Revel estaba inspirado en un comisario de la Policía Judicial de Versales que también fumaba demasiado y terminó pagándolo caro. Y también que su autor clásico favorito es el belga Simenon, y entre los contemporáneos, James Ellroy, Denis Lehane y Michael Connelly. No es, precisó citando a P.D. James, Patricia Cornwell y Víctor del Árbol, el primer policía o ex policía que escribe ficción policial.

    De una escena del crimen, me dijo madame la Commissaire, lo verdaderamente imposible de transmitir en una novela es el olor nauseabundo.