¿Justicia igual para todos? No nos hagan reír

Txetxo Yoldi. Foto: Moeh Atitar.

A primeras horas de una mañana de abril, Leandro, el conserje de un inmueble del Paseo de Recoletos, encuentra el cadáver de un hombre en el patio de luces, cerca de una estatua de Séneca. En el mármol del suelo se ha formado un charco de sangre.

El cadáver es identificado sin tardanza: es el de Ildefonso Cortázar, un abogado de postín que lleva los asuntos de Kunghsholm, una multinacional sueca que desembarca en el floreciente mercado inmobiliario español. Cortázar -¿suicidio o asesinato?- ha caído desde la ventana abierta de la sala de juntas de Kungsholm, en el quinto piso.

Estamos en el Madrid de 1991. Gobierna Felipe González, los fastos del Quinto Centenario están a punto de llegar, el dinero corre en abundancia y la Biutiful, los empresarios que cierran negocios multimillonarios en lo que tardan en zamparse unos langostinos, son el modelo de éxito propuesto a la ciudadanía. El Gobierno socialista se jacta de que España es el país del mundo donde se hacen fortunas más rápidamente; basta con saber manejarse en el mundo de los pelotazos, las recalificaciones, las facturas falsas, el fraude fiscal y otras picardías de cuello blanco. Los españoles lo consienten porque las migajas del festín son abundantes y les llegan a muchos de ellos. Pero la ilusión colectiva se marchitará pronto, cuando venga una crisis económica y comiencen a aflorar apestosos casos de corrupción política y empresarial.

       Así arranca El enigma Kungsholm, la primera novela del periodista Txetxo Yoldi, que este mes llega a las librerías de la mano de la Editorial Mong. Yoldi la define como un thriller judicial y cuenta que está inspirada en un suceso que él cubrió a comienzos de los años 1990, el caso Reimhold. Sus investigaciones, precisa, nunca fueron publicadas en El País, el diario para el que trabajaba.

En la novela, Paz Guerra, una joven reportera de investigación del imaginario diario La Crónica, intenta descifrar el enigma. No lo tiene fácil: el abogado fallecido estaba en todas las salsas de los negocios madrileños y nadie quiere que éstas sean escrutadas. Cortázar hasta se sentaba en el consejo de administración de un banco junto a Fermín Fernández Román, el consejero delegado de La Crónica.

Los problemas de Paz Guerra empiezan en casa, como puede imaginar cualquiera que haya trabajado en “un diario de referencia”, uno de esos en los banqueros y los empresarios son sagrados y el fuego crítico debe concentrarse en los árabes, los sindicalistas y los chorizos de poca monta. Pero la investigación en la que se empeña la reportera la lleva a un mundo de poderosos: banqueros de rapiña, constructores que sueñan con no dejar un hueco de España sin su ladrillo, su cemento y su hormigón, políticos encantados de codearse con la Biutiful y directivos de periódicos que navegan entre dos aguas, pero que, a la hora de la verdad, saben que el amarre más seguro está en Marbella o Palma de Mallorca.

Así que Paz Guerra va avanzando en sus pesquisas, pero, mira por donde, sus jefes no acaban de verlo; creen que su trabajo no está aún maduro, que le faltan elementos, que habría que darle otra vuelta, que necesita un hervor más… En fin, que no lo van a publicar.

Yoldi es un maestro de la información judicial, en la que ha trabajado durante lustros. A él se debe, entre otras exclusivas, la caída de Carlos Dívar, aquel magistrado santurrón y golferas que presidía el Tribunal Supremo. Los jueces, fiscales, abogados, policías y forenses de su novela son muy creibles, como también lo es el olor a desinfectante y legajos polvorientos de sus juzgados. Y, por supuesto, sus periodistas, desde el reportero Kiko Merino, que acosa a las becarias y se apropia de noticias ajenas, hasta el director, Antonio Angulo Romasanta, pasando por el jefe directo de Paz Guerra, el cuarentón Agustín Cantero. Cantero es un funcionario del periodismo: trabaja en La Crónica desde su primer día y ha ido ascendiendo gracias a que pasa muchas horas en la redacción, no tiene una sola idea nueva y cumple a rajatabla las instrucciones de sus amos. Intenta superar su falta de autoridad profesional con abundancia de gritos y tacos.

La burbuja española no tardaría en inflarse de nuevo. Con la llegada de Aznar a La Moncloa y un nuevo ciclo mundial de vacas gordas, vendrían las privatizaciones de empresas públicas rentables, la conversión de todo el suelo patrio en solar edificable, el capitalismo de amiguetes y la exaltación de esos liberales de mamandurria que hacen fortunas con los impuestos de los trabajadores. De esos polvos vendrían los lodos actuales: la gravedad de la crisis y los nuevos escándalos de corrupción.

Pero las semejanzas no se quedan ahí, convenimos Txetxo y yo en una conversación telefónica. Hoy como ayer, los corruptos suelen terminar inclinando la balanza de la Justicia a su favor. Tienen recursos económicos para sobornar a funcionarios, para pagarse buenos abogados que encuentren el más mínimo defecto de forma en sus sumarios, para retrasarlos hasta el fin de los tiempos, para marear la perdiz en suma. Así logran absoluciones, anulaciones por una coma mal colocada, cierres con impunidad por prescripción y, si es menester, indultos. ¿Justicia igual para todos? No nos hagan reír.

Sciascia y el control de la banca

Sciascia

En un almuerzo en el Quirinal, en 1982, Leonardo Sciascia le soltó a Sandro Pertini: “La plaga de la mafia siciliana no podrá vencerse más que mediante un riguroso control bancario, y de esto, señor presidente, sólo usted puede convencer al Gobierno”. Aquel comentario del escritor le amargó el almuerzo al viejo Pertini. El presidente de la República Italiana sabía que Sciascia tenía razón, y también sabía que, por mucho que se insistiera, nadie en el gobierno iba a tener el valor de enfrentarse a la banca.

Recogida en el prólogo de Para una memoria futura, la anécdota del Quirinal no puede estar más de actualidad: las mafias de todo tipo, la corrupción política que mina la confianza ciudadana en las instituciones democráticas y el fraude fiscal generalizado de las grandes fortunas y empresas sólo pueden combatirse con “un riguroso control bancario”. En Italia, España y todas partes. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato?

(Tusquets, junio de 2013) recoge algunos de los artículos que Sciascia publicó en diarios y revistas italianos en la década de los 1980. Un denominador común en todos ellos es la oposición del periodista y escritor siciliano a cualquier manifestación abusiva del poder. Sciascia denunciaba incansablemente a la mafia, pero también a las Brigadas Rojas (fue de los primeros intelectuales progresistas italianos en sostener que “el terrorismo rojo era rojo, y no negro camuflado de rojo, como muchos se empeñaban en creer”). Y con la misma energía criticaba los excesos represivos de la policía y la magistratura.

Sciascia se oponía a que la mafia y el terrorismo fueran combatidos con “la represión violenta e indiscriminada” y con “la abolición de los derechos de los individuos”. Le espantaba el que un inocente fuera a prisión. Una vez escribió que, a fin de reducir sus abusos, sería buena cosa que “a los jueces, antes de entrar en funciones, se les encerrara en la cárcel por lo menos tres días”. Quizá así no enviaran con tanta alegría a gente de las clases humildes a pasar temporadas entre rejas. La tortura -del inocente o del culpable; ante la mafia, el terrorismo o lo que fuera- le parecía siempre inaceptable en un Estado democrático. «Un delito de esta magnitud perpetrado dentro de las instituciones es incomparablemente más grave que cualquier delito cometido fuera«, escribió en L´Expresso el 28 de agosto de 1988.

El general Dalla Chiesa, asesinado por la mafia en Palermo en 1982

Contaba Sciascia que la mafia siciliana había sido en su origen una asociación criminal con ánimo de lucro que se interponía parasitaria y violentamente entre el ciudadano y el Estado (no era una rebelión contra el Estado, sino una reproducción grotesca del Estado). Pero con el tiempo, la Honorata Società había ido infiltrándose en el mismísimo Estado italiano, formando parte de él. Sobre la corrupción política y empresarial que asola crónicamente Italia, Sciascia escribió, con ocasión del caso Calvi, que lo que más le llamaba la atención -tal vez el origen del problema- era “el hecho de que personas absolutamente mediocres ocupen altos cargos de empresas públicas y privadas”.

Desde que en 1962 publicara El día de la lechuza, Sciascia fue uno de los grandes autores de novela negra mediterránea. Pero, a diferencia de lo habitual, los investigadores de sus novelas terminaban fracasando. Gran lector de El Quijote, España fue otra de sus grandes pasiones. En 1984, Juan Arias, entonces corresponsal de El País en Roma, le propuso que definiera brevemente España, y ésta fue la respuesta: «Una nación más pasional que cultural, con muchas semejanzas y desemejanzas con Italia. Las semejanzas son en lo peor. Las diferencias, en lo mejor». La España que más le gustaba, decía, era la antifascista y republicana, “la de las utopías y las derrotas”.

Sciascia terminó convirtiéndose en la “conciencia crítica” de Italia. Simpatizó muchos años con el Partido Comunista, pero jamás calló sus críticas a esa organización y a la Unión Soviética, hasta que terminó distanciándose de ese mundo y acercándose al Partido Radical de Marco Pannella. Siempre antepuso la razón -base, opinaba, de la moral- a cualquier otra cosa.

En uno de sus últimos artículos publicados -en La Stampa el 6 de agosto de 1988, también recogido en Para una memoria futura– el periodista y escritor siciliano se autorretrató así: “Yo he tenido que vérmelas, en los últimos treinta años, primero con quienes no creían o no querían creer en la existencia de la mafia, y ahora con quienes no ven más que mafia. Se me ha acusado de denigrar a Sicilia y de defenderla demasiado; los físicos me han acusado de vilipendiar la ciencia, los comunistas de haber bromeado sobre Stalin, los clericales de ser un descreído, etcétera. No soy infalible, pero creo que he dicho algunas verdades irrefutables. Tengo sesenta y siete años, tengo muchas cosas que reprocharme y de las que arrepentirme; pero ninguna que tenga que ver con la perfidia, la vanidad y los intereses particulares. No tengo, lo reconozco, el don de la oportunidad y de la prudencia. Pero uno es como es.

Periodista de sucesos en el Madrid de la Movida

 

Santiago Corella, El Nani

Ni los atracadores, ni los camellos, ni los yonquis, ni las putas, ni los abogados, ni tan siquiera los policías que trabajaban en la calle tenían entonces gabinetes de prensa, páginas web, blogs en Internet o cuentas en Facebook y Twitter. Por no tener, no tenían ni teléfonos móviles donde localizarlos en cualquier momento. Así que, en muchas ocasiones, el periodista de sucesos se enteraba de los hechos pirateando las emisoras de la Policía, y, en casi todos los casos, no tenía otro método para contarlos que ir al lugar de los hechos y hablar con la peña. De vuelta a la redacción, se trataba de construir a toda velocidad una historia lo más completa y atractiva que se pudiera.

     Así era el periodismo de sucesos que practiqué en Diario de Valencia en el tránsito de la década de los 1970 a los 1980, y así lo seguía siendo cuando me incorporé a la redacción madrileña de El País. Juan Luis Cebrián, entonces un brillante joven director, no tardó en recibirme en su despacho de la tercera planta para darme la bienvenida al diario de Miguel Yuste 40. Me preguntó directamente qué es lo que yo quería hacer en el periódico. Le respondí: “Me encantaría hacer sucesos, pero no estoy muy seguro de que aquí os guste ese género”. Cebrián puso esa sonrisilla pícara que indica que aprueba lo que se le dice y me contestó: “Pues, mira, he estado comiendo con Gabo (así llamó a García Márquez) y me ha dicho precisamente eso, que por qué no había más “policiales” en El País. Y le he dicho la verdad: porque nadie los quiere hacer, porque los redactores prefieren hacer gobierno, parlamento, partidos políticos, justicia, cultura y todo eso. De modo que si te apetece, adelante”.

    En los años siguientes, antes de irme como corresponsal de guerra a Beirut, publiqué cientos de informaciones, crónicas y reportajes sobre la criminalidad en aquel Madrid de La Movida, el alcalde Tierno Galván y un Felipe González recién instalado en La Moncloa. Juan Madrid, Jesús Duva, Melchor Miralles, Carlos Fonseca y Amelia Castilla eran algunos de mis colegas periodistas en la cofradía de Thomas de Quincey. Había mucho atraco con escopetas recortadas a bancos, gasolineras y joyerías, muchos yonquis muertos de sobredosis en los lavabos de los tugurios, muchos motines y muchos ajustes de cuentas en el sobresaturado Carabanchel. Lo que se denominaba inseguridad ciudadana era el lado sombrío de la transición hacia la democracia, hasta el punto de que se escuchaba con frecuencia aquella gilipollez de que con Franco se vivía mejor.

    Treinta años después, Libros del K.O., la joven editorial especializada en periodismo, publica una selección de las historias de sucesos que conté en El País. Álvaro Llorca ha tenido el acierto de titularlas “Crónicas quinquis”. Y no porque versen exclusivamente sobre los quinquis, sino porque, comparadas con el tipo de periodismo que mayoritariamente se hace ahora, esas crónicas le parecen a Álvaro quinquis en sí mismas.

    En los últimos años 1970 y primeros 1989, chavales y chavalas de los barrios suburbiales de las grandes ciudades se dieron a atracar al ritmo de la música de Los Chichos y Los Chunguitos Querían ganar dinero fácilmente, querían quemar la vida rápidamente. La heroína, que ataba y mataba, era la droga del momento. Hubo una auténtica fiebre de este tipo de delincuencia juvenil, recogida en su momento en las películas “Deprisa, deprisa”, de Carlos Saura, y “Perros callejeros”, de José Antonio de la Loma, y reconstruida en la última novela de Javier Cercas, “Las leyes de la frontera”.

    La mayoría de los protagonistas de aquellos sucesos murió joven. De sobredosis de caballo, en accidentes de tráfico o por disparos de policías o comerciantes atracados. Uno de ellos fue Miguel, el guitarra de Desechables, un grupo punk de cuyo disco “Golpe tras golpe” fuimos productores Esteban Torralva y yo. El 23 de diciembre de 1983, Miguel intentó atracar una joyería de Villafranca del Penedés con una pistola de fogueo. El joyero le disparó desde la trastienda con una pistola de verdad.

   Me afectó mucho esa muerte, y me afectó mucho el caso El Nani. Desde el mismo día de su detención, trabajé en el asunto porque sus familiares vinieron a verme a la redacción de El País para denunciar la brutalidad de su captura y el que desde entonces estuviera en paradero desconocido. Conviví con ellos durante meses y fuimos constatando que la hipótesis de que estaba muerto desde el día mismo de su detención, de que a los policías se les había ido la mano en los calabozos de la Puerta del Sol, era la más verosímil. Finalmente, fui testigo de la acusación en el juicio contra los inspectores responsables de un siniestro destino que convirtió a El Nani en “el primer desaparecido de la democracia española”.

     “Crónicas quinquis” se cierra con la muerte de Enrique Tierno Galván. Poco después, yo viajé a Beirut y, a partir de ahí, estuve varios lustros fuera de España. La muerte de aquel alcalde marcó el final de La Movida. Su paternalismo libertario había sido clave para crear en Madrid las condiciones para la eclosión de creatividad de comienzos de los 1980. Lo recuerdo con mucho cariño.

Espiando a periodistas

Eric Holder

Al pretender justificar por razones de “seguridad nacional” el espionaje a periodistas de la agencia Associated Press (AP), el Gobierno de Barack Obama recuerda a su predecesor, el de George W. Bush. Lamentable.

Tras el 11-S, Bush y su neocon pusieron en marcha el mayor ataque a las libertades y derechos en Estados Unidos desde los tiempos de la caza de brujas del senador McCarthy. Si en los años 1950 el comunismo había sido el pretexto del mcarthysmo, en los de Bush lo fue Al Qaeda. Con el confuso y rimbombante eslogan de “guerra contra el terror”, Estados Unidos se enfangó en el Patriot Act, la guerra de Irak, los secuestros y torturas de la CIA, los infiernos de Guantánamo, Abu Ghraib y otras prisiones públicas o secretas…   Incluso el New York Times se prestó a ser un instrumento de propaganda bélica gubernamental vía las mentiras allí publicadas por Judith Miller.

Obama llegó a la Casa Blanca para cerrar ese triste capítulo de la historia estadounidense. Le apoyó la mayoría del pueblo norteamericano y contó con inmensa simpatía internacional. Ahora, sin embargo, su fiscal general y ministro de Justicia, Eric Holder, declara que, bueno, puede que el espionaje a los periodistas de AP no fuera del todo correcto, pero, en fin, estuvo motivado por el hecho de que esa agencia había  publicado una información sobre un tema de terrorismo que debería haberse mantenido secreto. Lo que pretendía el Gobierno, confiesa Holder, era averiguar cuál había sido la fuente de AP en ese asunto; la filtración, dramatiza, “puso en peligro a los ciudadanos de Estados Unidos”.

Hasta el momento, Obama no se ha mojado demasiado. A través de un portavoz, ha dicho que él ni ordenó ni conoció esa investigación, que “cree en la libertad de prensa” y que, a la par, considera su obligación “proteger la seguridad nacional”. Se investigará el asunto y, si las hay, se depurarán responsabilidades. Blablabla.

Poca cosa para un político que se opuso valientemente a la guerra de Irak y al campo de concentración de Guantánamo. Poca cosa para el presidente de un país que consagra la libertad de expresión en la Primera Enmienda a su Constitución, y que fue fundado por, entre otros, un tal Thomas Jefferson que una vez declaró: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”.

Publicada el 7 de mayo de 2012, la noticia de AP que desencadenó la furia inquisidora del departamento de Justicia de Washington daba cuenta de que la CIA había impedido un atentado terrorista planeado por gente de Al Qaeda en Yemen. Los yihadistas pretendían detonar una bomba dentro de un avión con destino Estados Unidos.

El atentado, por supuesto, ya había sido evitado en el momento de publicar esa información. Pero llovía sobre mojado. El Gobierno de Obama estaba enfurecido por la filtración al New York Times de dos grandes historias. Una versaba sobre los nuevos métodos de lucha contra Al Qaeda liderados por Obama: los asesinatos de yihadistas con drones (aviones no tripulados) en Yemen, Afganistán, Paquistán y otros países. La otra informaba de la nueva arma de Washington en su pulso con el Irán de los ayatolás: la creación de los malignos virus informáticos Stuxnet y Flame.

Había, pues, que averiguar quién o quiénes estaban contando este tipo de cosas a la prensa. El número dos de Holder, el subsecretario James Cole, se puso al frente de la cacería y, ni corto ni perezoso, sin mandamiento judicial, invocando una directiva que justifica acciones expeditivas del poder ejecutivo en casos de graves amenazas a la seguridad nacional (NSL, National Security Letter), ordenó al FBI que obtuviera información sobre las llamadas telefónicas de decenas de periodistas de AP.

No hubo escuchas o grabaciones, dice Justicia, pero sí las listas de las conversaciones arrancadas manu militari a las compañías. A quién llamaban los periodistas, de quién recibían llamadas, cuánto duraban, dónde estaban los interlocutores, ese tipo de cosas. Eso duró, como mínimo, dos meses y afectó a los teléfonos privados y profesionales de reporteros de Washington, Nueva York y Hartford.

Semejante violación masiva de la confidencialidad de las comunicaciones telefónicas de los periodistas salió a la luz el pasado viernes, cuando un funcionario del departamento de Justicia se lo reveló a AP.

Bernstein

Desde entonces, los periodistas norteamericanos no salen de su indignación. “Asistimos a la continuación de los ataques a la libertad de expresión llevados a cabo bajo la presidencia de Barak Obama”, escribe Kevin Gostzola en salon.com. “El presidente y la gente que le rodea ha desencadenado una guerra sin precedentes contra las fuentes de los periodistas”, dice en MSNBC Carl Bernstein, uno de los dos reporteros que investigaron el caso Watergate.

Berstein ha hecho un buen análisis de este escándalo. “El objetivo es intimidar a la gente que habla con los periodistas”, dice. “La seguridad nacional”, prosigue, “es siempre el falso pretexto de los gobiernos para ocultar información que el pueblo tiene derecho a conocer”.

Así es. Allí y aquí.

Editores de rapiña

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«The Yellow Press», por H. D. Spalding, 1959

Raymond Chandler creó el personaje del detective privado Philip Marlowe como un arquetipo del caballero andante contemporáneo. Marlowe, por supuesto, era mucho menos iluso que los desfacedores de entuertos medievales, no en vano vivía en una gran ciudad, Los Ángeles, y en plena expansión del capitalismo, mediados del siglo XX. Él no comulgaba con ruedas de molino tales como Dios, Patria y Rey, e incluso tenía serias, y casi siempre finalmente justificadas, dudas sobre la completa inocencia de las damiselas en apuros.

Marlowe sabía que el muro que separa el lado limpio y el lado sucio de la lucha por el dólar es tan delgado como el papel de fumar. Al igual que lo es el que separa el glamour del crimen.

Y sin embargo, el personaje de Chandler actuaba conforme a sus principios, por minoritarios que fueran; libraba las batallas que creía que debía librar, por perdedoras que se anunciaran, y, en su relación con la gente, prefería a aquella que es mejor que otra.

En El largo adiós, Marlowe simpatiza con un periodista, Lonnie Morgan, que trabaja para el imaginario Journal, el último diario más o menos independiente que queda en Los Ángeles. Morgan es el único que espera al detective cuando sale de pasar varios días en comisaría, y, aunque sabe que no va a sonsacarle la menor información, se toma la molestia de llevarlo en coche a casa. Más adelante, Marlowe confiará en Morgan para filtrarle un documento policial explosivo, y éste y su director, otro periodista de raza, tendrán lo que hay que tener en este oficio para publicarlo por mucho que fastidie a los amos de la ciudad.

En esa novela, Marlowe se las tiene que ver asimismo con Harlan Potter, un multimillonario que es dueño de un montón de periódicos y uno de los amos de la ciudad. Lo mejor que Marlowe puede decir de Potter es que no tiene el menor remordimiento a la hora de usar sus diarios y sus influencias para ocultar aquellas informaciones que le desagradan y para aplastar a los que se entrometen en su camino.

William Randolph Hearst, 1863-1951

Inspirado en buena medida en la figura de William Randolph Hearst (Citizen Kane), el personaje del editor de diarios -manifiestamente amarillos o supuestamente serios- que gana dinero a espuertas y teje una tupida trama de cuello blanco con políticos, jueces, empresarios y banqueros, es un habitual de la novela y el cine estadounidenses de la época clásica del thriller

Seis o siete décadas después, la distinción que, a través de Marlowe, hace Chandler en El largo adiós entre los periodistas y los dueños de los periódicos, entre los profesionales de la información y los negocios mediáticos, es aún más notoria. La figura puente del burgués ilustrado que editaba un diario local ha sido barrida por empresas multinacionales y multimedia dedicadas a la maximización de compadreos y beneficios en el menor plazo posible.

A los editores de rapiña el periodismo les importa un rábano; el futuro del periodismo está en los periodistas… y en los ciudadanos.

En un momento dado de El largo adiós, el reportero Morgan le explica a Marlowe: “Los periódicos son propiedad de gente rica, y todos los ricos pertenecen al mismo club. Sí, claro, hay competencia, una dura competencia, por la difusión, por noticias potentes, por historias en exclusiva. Pero siempre y cuando ello no dañe el prestigio y la posición de los propietarios. Si lo hace, entonces es cuando aparece la tapadera”.

La que aquí se inicia es la segunda temporada del blog Crónica negra, de Javier Valenzuela. La primera se desarrolló en el diario El País entre el 22 de noviembre de 2011 y el 12 de noviembre de 2012. Este es el enlace a Crónica negra en El País.