Festivales muy oscuros

Con Susana Martín Gijón en Granada Negra, 7 de octubre de 2017

Susana Martín Gijón tiene publicada una novela corta en la que ella, la autora, se encuentra con su personaje, la inspectora Annika Kaunda, en un festival de novela negra celebrado en Salamanca. Acabo de leerla con una sonrisa en la boca: Susana relata el ambiente de ese tipo de festivales literarios, de los que ya no hay ciudad española que no cuente con uno. Ya saben, un montón de escritores rindiendo el culto debido a Hammett, Chandler y Jim Thompson, debatiendo hasta la extenuación sobre las diferencias entre noir, thriller, policíaco, intriga y suspense, planteándose la verosimilitud del personaje Carvalho o de las tramas de Jo Nesbo, expresando su admiración por Juan Madrid y Andreu Martín y pasándose contactos de editores y, aún más importante hoy en día, agentes literarios. Hombres y mujeres raros y hasta marginales, bastante cerveceros y manifiestamente inofensivos. Imagino que la tasa de criminalidad entre los que escriben historias sobre robos y asesinatos es bastante baja.

Ah, la novelita de Susana Martín Gijón se titula Pensión Salamanca. A su autora, con la que ahora comparto editorial, la sevillana Anantes, la conocí a comienzos del pasado octubre en, cómo no, uno de estos festivales: el Granada Noir que dirige Jesús Lens. Formamos allí una simpática pandilla con Paco Gómez Escribano (Manguis) y Mariano Sánchez Soler (El asesinato de los marqueses de Urbina). Recuerdo, sobre todo, que nos lo pasamos muy bien en una excursión que nuestros anfitriones habían organizado al Albaicín para rememorar los crímenes ocurridos en ese barrio tan empinado como eternamente moruno. Con latas de cerveza Alhambra en la mano, nos conjuramos para guardar -hasta que el Alzheimer termine por alcanzarnos- la memoria de los Hermanos Quero, valerosos maquis urbanos anarquistas con los que la Policía franquista solo pudo terminar con un diluvio de bombas.

Con Yasmina Khadra en VLC Negra, 16 de mayo de 2015.

Soy un principiante en esto de la ficción negra. Aún así, en los dos últimos años ya he asistido con mis novelas Tangerina y Limones negros a algunos de los festivales retratados por Susana Martín Gijón en su novelita: VLC Negra, Getafe Negro, Granada Noir… En el valenciano conocí, entre otros, al canario Alexis Ravelo (Las flores no sangran), sobre el que ya he escrito en esta columna. Tengo a Alexis como un gran escritor. No solo noir, sino en cualquier cosa que se proponga. Y en Getafe Negro, amén de reencontrarme con Lorenzo Silva, compartí mesa con otros dos escritores veteranos que también han utilizado a guardias civiles como personajes literarios: el gallego Carlos Laredo y el murciano Luis Leante.

Creo que es recomendable la asistencia a festivales negros. Se habla de literatura sin pretensiones. Se habla de la realidad política y socioeconómica sin partidismos. Y se aprenden muchos modos ingeniosos de cometer delitos que ni los autores ni el público practicarán jamás.

Este artículo fue publicado tal y como aquí aparece en Cartelera Turia (Valencia) el 10 de noviembre de 2017.

 

 

Limones negros: «Se irán de rositas»

uco-guardia-civil“Se irán de rositas”, le dice Sepúlveda a la capitana Lola Martín en una de las escenas de la novela  Limones negros. A Lola Martín, de la UCO -la unidad de la Guardia Civil especializada en la lucha contra los grandes delitos- le cuesta compartir el escepticismo de Sepúlveda. Es veinte años más joven y cree que, aunque sea a trancas y barrancas, los malos siempre terminan pagando por sus crímenes. Si no lo creyera, no trabajaría donde trabaja.

Sepúlveda, profesor del Instituto Cervantes de Tánger, está ayudando a la guardia civil en el rastreo de las huellas dejadas en la ciudad marroquí por los negocios sucios de un prominente banquero madrileño. Le ayuda porque ella ha sabido mover los resortes adecuados: su hastío por la corrupción que infecta España y su vanidad de buen conocedor de los bajos fondos tangerinos. Pero en ningún momento cree que los grandes tenores del saqueo del dinero público –los auténticos, los ricos y poderosos- vayan a terminar entrando en prisión. Los sumarios se eternizarán o traspapelarán; los delitos irán prescribiendo; cualquier fallo formal en las investigaciones policiales y judiciales será explotado a fondo por abogados perspicaces y carísimos… A lo sumo, serán castigados sus segundos espadas.

En esta obra de ficción, Sepúlveda le suelta a la capitana: “Lola, lamento tener que decírtelo, pero creo que hacéis el trabajo de Sísifo. Cada vez que conseguís llevar la piedra a lo alto de la montaña, vuelve a caer abajo.” Y ella le responde que esa actitud no lleva a ninguna parte, que habrá que intentarlo, que probablemente algunos terminarán pagando. Los dos, el profesor y la guardia civil, tienen razón. Hay verdades que no son contradictorias entre sí.

rodrigo-rato   He estado ultimando estos días con los amigos de la editorial Anantes el envío a la imprenta de Limones negros, mi segunda novela tangerina. Las noticias que leía en mi teléfono me confirmaban la conclusión a la que llegué al publicar la primera: ninguna ficción puede igualar la realidad de los casos de corrupción en la España actual. La realidad del obsceno esperpento español es novelescamente casi inverosímil.

A un fiscal de Murcia le roban en su casa el ordenador con el que trabaja en un caso de corrupción. A su jefe le destituyen por atreverse a investigar al cacique local. El cuñado del rey es condenado a seis años de cárcel, pero le dejan regresar a Suiza sin tan siquiera exigirle una fianza. Su esposa, hija y hermana de reyes, se libra de cualquier mancha penal porque asegura que no se enteraba de lo que firmaba. Los sinvergüenzas que llevaron a la ruina a la caja de ahorros madrileña, aunque sentenciados a prisión, siguen durmiendo en sus mansiones…

LN

Este es el país en que un político esconde un millón de euros en la casa de su suegro y, cuando es descubierto, afirma que lo ha dejado allí un fontanero o un empleado de Ikea. El país en que el presidente del Gobierno envía SMS cariñosos a un notorio tahúr. El país en que jueces activos en la lucha contra la corrupción son expulsados de su carrera porque, al parecer, han cometido errores técnicos en su instrucción. El país en que los denunciantes del saqueo de las arcas públicas malviven amedrentados, mientras los ladrones se jactan de su inocencia ante los medios que ellos o sus amigos controlan. Y también el país en que unos chavales duermen preventivamente entre rejas por una función de títeres.

¿Justicia igual para todos? ¿El imperio de la ley? Bla, bla, bla. Palabrería de gente que sabe que al final quedará impune, y de sus bien pagados propagandistas. O de esos tontos que, aunque llueva, caminan por la calle sin paraguas por que la tele dice que luce un  sol radiante.

Limones negros será publicado este mes de abril de 2017 por la editorial Anantes.

Robots asesinos

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Mercenario de BlackWater en la guerra de Irak

Los ingresos por la exportación de armas llegan a superar en España los del vino y el aceite de oliva juntos. Esta es una de las cosas que contó Rodrigo Palacios en la presentación de su novela Motivos para matar, el viernes por la noche en la librería madrileña Lé. Este thriller, publicado por Edhasa en su colección Polar, tiene como protagonista no a una persona, sino a una empresa imaginaria llamada Defensiva, dedicada a la fabricación de productos letales de alta tecnología y al suministro de eso que antes llamábamos mercenarios y ahora se considera más presentable si se usa el eufemismo de seguridad privada.

       Defensiva sostiene relaciones de competencia y compadreo con otras grandes empresas españolas –de su sector y otros de los denominados estratégicos-, y todas ellas, dice el narrador de la novela, son “el verdadero dueño del país”, “los que manejan la marioneta”. La marioneta –ustedes lo habrán anticipado- son los políticos de los grandes partidos y los medios de comunicación tradicionales.

motivosparamatar-689x1024   Motivos para matar tiene momentos muy interesantes sobre las relaciones entre el poder económico y los gobernantes. En un encuentro entre tres empresarios, Fermín Mesado, el presidente de Defensiva, les pide a los otros dos que aceleren el nombramiento de un nuevo ministro de Defensa favorable a sus intereses. Este es un instante de esa conversación:

“-No veo por qué no podéis –se quejó Mesado.

-No te estamos diciendo que no podamos, Fermín –se adelantó Hernán-. Te estamos diciendo que no se hace así de rápido. Hay que seguir unos pasos”.

Más adelante, hablando de Arguimbau, exministro de Defensa, el narrador hace esta reflexión: “La política sincera era la que se peleaba por esquivar las influencias del poder. Esa permanente presión de la que es casi imposible escapar. Sobre todo en este país”.

Rodrigo Palacios, ingeniero de formación, ofrece en esta novela un interesantísimo vistazo al universo de la guerra en el siglo XXI. Como ya comenzó a ocurrir con la invasión estadounidense de Irak -recuérdese al «contratista» BlackWater-, las empresas de “seguridad privada” irán reemplazando a los ejércitos nacionales en las batallas en el exterior. “El cuento del patriotismo es muy bonito, pero está pensado para que el soldado raso no dude a la hora de saltar desde una trinchera”, dice en un momento dado Fermín Mesado. Y ahora ya no es demasiado útil emplear soldados y trincheras, es mucho más eficaz utilizar el espionaje y el sabotaje cibernéticos, la robótica y la realidad virtual y, por qué no, hasta humanoides.

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La guerra en un futuro no muy lejano

Carlos Migala y los monstruos de alta tecnología que crea para Defensiva acercan esta novela en algunas de sus escenas al universo de pesadilla de Blade Runner, la película y la novela de Philip K. Dick en que se inspiró. Ese futuro ya está aquí, aunque los medios hablen poco o nada de ello y prefieran distraer a la parroquia con navajeos politiqueros o querellas de alcoba.

Rodrigo Palacios apunta buenas maneras de escritor, que deberá seguir puliendo como exigía Hemingway. Entretanto, Motivos para matar se hace cada vez más entretenida a medida que se avanza en su lectura y va ofreciendo un buen puñado de fogonazos sobre la realidad de España y el mundo. Si algo hace interesante al género negro es que puede contar mejor que el periodismo lo que pasa hoy y lo que pasará mañana.

Precisamente, el periodismo, a través del personaje de Irene Rojo, es otro de los vectores de esta obra. Irene Rojo es un modelo muy habitual de periodista, uno de esos a los que lo único que les importa es su carrera porque en sus vidas no hay nada más. Y las observaciones del narrador sobre el actual delirio mediático son muy acertadas. Les adelanto esta:

“¿Quién está seguro de algo en estos tiempos? Si ya antes los periódicos salían llenos de mentiras, hoy día se contaban sin siquiera ir escritas sobre papel. Imperaba lo digital. Las pantallas. Las mismas patrañas con vida más efímera. Antes era reliquia el periódico de ayer, ahora las caducidades se medían en minutos, las noticias volaban y se consumían. Cambiaban más rápido que la realidad”.

Babas del diablo

He llegado a la conclusión de que, en materia de mafias, la diferencia entre Italia y España es que allí nacieron al margen del establishment y aquí lo hicieron dentro de él. Las mafias italianas penetraron, corrompieron o se asociaron con el Estado y los poderes económicos; las españolas (Gürtel, Púnica, Bankia, el 3%, los ERE´s…) fueron creadas desde despachos oficiales de gobernantes, banqueros o empresarios. Quizá por eso las mafias italianas emplean la violencia: están oficialmente fuera del sistema. Las españolas, en cambio, no necesitan tanto usar la pistola, les basta con descolgar un teléfono y la autoridad correspondiente suele resolverles el problema con discreción, sin que corra la sangre. Que el capo sea ministro, consejero autonómico, concejal o presidente de una caja facilita mucho las cosas.

Las-flores-no-sangran-Alexis-Ravelo1Italia cuenta con un capitalismo industrial potente, nacido al margen de las viejas organizaciones clandestinas de campesinos sicilianos o napolitanos. España tiene un capitalismo de amiguetes y mamandurrias, consagrado a la recalificación de terrenos para construir bloques de viviendas y a las adjudicaciones administrativas de obras y servicios públicos. Ocurre también en las Islas Afortunadas, por supuesto.

Isidro Padrón y Marcos Perera, el Yunque y el Martillo, son mandamases de Gran Canaria en la novela Las flores no sangran, de Alexis Ravelo. Construyen mediocres bloques de pisos para los nativos y hoteles y urbanizaciones con campos de golf para los turistas. Llevan la principal empresa privada de seguridad de la isla. Untan a políticos locales, hacen desaparecer noticias con un telefonazo a la dueña de un periódico, almuerzan con comisarios y jueces. Últimamente, se han metido también en el negocio de blanquear dinero de mafiosos rusos. No es avaricia, es maximización de beneficios.

Por el contrario, Diego el Marqués, Lola, Paco el Salvave y Felo el Flipao son unos pringados, unos estafadores de tres al cuarto. Diego y compañía quieren desplumar un poco, tan solo un poco, al Yunque y el Martillo. Se les ocurre el delito más absurdo: un secuestro en una isla. Casi tan absurdo como atracar una comisaría.

Con esta trama, estos y más personajes, un ritmo endiablado y una excelente escritura Alexis Ravelo perpetró en 2014 Las flores no sangran. Esta novela le ganó la pasada primavera el premio Valencia Negra a mi Tangerina. Muy merecidamente. La maestría del escritor canario golea con amplitud a mi aportación de debutante.

Corrupcion en CanariasNo es cierto que la novela negra española no esté abordando la corrupción y la injusticia en este país. Ciertamente, hay autores/as que parecen escandinavos/as, con adorables inspectores de Policía que persiguen a tremebundos serial killers sexuales. Pero hay otros/as que nos cuentan los sufrimientos cotidianos de los de abajo y la inmensa caradura de los de arriba. Alexis Ravelo, escritor negro del linaje de Juan Madrid y Andreu Martín, es uno de ellos.

Aquí va una muestra de Las flores no sangran:

“Padrón se echó a reír.

-Chiquilla, ¿tú no lees los periódicos? ¿No sabes en qué país vives? Aquí quien no paga no pilla. Todas las empresas tienen una caja B para untar a los que reparten el queso.

-Todas no.

-Todas las que triunfan. Los que no pagan, no aguantan mucho. Son putos perdedores.”

La “chiquilla” es Diana Padrón, hija del Yunque, una de esos neopijas que han ido a escuela de negocios, se alimentan saludablemente, hacen mucha gimnasia, están sexualmente liberadas, leen a Murakami, tienen algún detalle étnico en su lindo apartamento y, sin duda, se aprestan a votar al partido de los naranjitos. El narrador hace en un momento dado esta reflexión sobre Diana: “Y eres tan culpable como él, con esa culpabilidad de quienes ignoran el mal porque es más cómodo ignorarlo”.

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Alexis Ravelo

Ravelo es bueno describiendo escenarios: “El sur de Gran Canaria o el de Tenerife, la Costa Brava o la Costa del Sol: daba igual adónde se fuera, porque en el litoral de casi todo el país había pruebas de que cuatro hijos de puta se habían dedicado durante décadas a cagarse en el paraíso.” Y fantástico creando personajes. Todos los de Las flores no sangran apestan a reales; ninguno es unidimensional, ni tan siquiera los villanos; algunos, como Felo, se convierten en entrañables.

Y el canario, insisto, escribe muy bien. Ahí va otra cata: “En su mente todo era beis y rosa. En la de Lola, en cambio, había una negrura espesa en la que flotaban chiribitas grises que dejaban leves estelas, como babas del diablo”.

El gato de Marlowe

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Patricia Highsmith en Tegna, cerca de Locarno, fotografiada en 1985 por Ricardo Martín. Copyright: Ricardo Martín

Patricia Highsmith solía decir que la mejor compañía –la única, en realidad- de la que puede disfrutar un escritor es un gato. En 1985 mi amigo Ricardo Martín fotografió a Highsmith para El País Semanal en la casa próxima a Locarno donde vivía la creadora del personaje Tom Ripley. Ricardo cuenta que los gatos –los que había tenido y se habían muerto y los que tenía en aquel momento- eran el tema que más grato le resultaba, aquél en el que podías sentir que abandonaba las muchas suspicacias con las que iba por la vida.
He estado escribiendo este verano los primeros capítulos de mi segunda novela en una casa de la Alpujarra granadina y el gato Xisto ha sido mi único acompañante. A los pocos días de iniciar la experiencia, me di cuenta de que Highsmith tenía razón. Xisto no me daba la tabarra durante las horas que yo pasaba frente al ordenador: bebía o comía en sus cuencos cuando lo necesitaba; no me exigía que le sacara a pasear porque hacía sus necesidades con pulcritud en el lecho de piedrecillas; oteaba a los pájaros desde las ventanas, exploraba los armarios o sesteaba en el rincón más fresco de la casa según sus apetencias y siempre silenciosamente. Yo le agradecía esa casi invisibilidad: escribir es un trabajo que exige toda la concentración que puedas reunir. Y nadie, por bienintencionado que sea, puede ayudarte en realidad a encontrar la letra y la música de la historia que pretendes contar.

Xisto en Bubion Agosto 2015

Xisto, fotografiado por Javier Valenzuela en agosto de 2015

Pero cuando bajaba la tapa del portátil y me levantaba de la silla con un crujido en la espalda y un suspiro dolorido en los labios, Xisto no tardaba en hacerse presente, como diciendo que él había estado todo el rato por allí, respetando, eso sí, mi trabajo, pero que ahora, si me apetecía, podía acariciarle o jugar un rato al escondite con él. Sólo un rato, por supuesto; lo suficiente para que desentumeciéramos las neuronas y los músculos.

 

Xisto fue un duencillo protector durante esas semanas que pasé construyendo los pilares de una nueva entrega de las aventuras del profesor Sepúlveda en Tánger. Él debía pensar que yo estaba chalado porque, en vez de disfrutar del maravilloso verano alpujarreño, me encerraba horas y horas en un cuarto frente a una pantalla luminosa. Pero, a diferencia de lo que hubiera hecho un perro, jamás me apremió a que lo dejara y saliera a la calle.

Los gatos tienen una excelente relación con la serie negra. No tan intensa como la que sostienen con la literatura de magia, pero casi. Desde Pluto, aquel gato negro emparedado por el personaje del cuento de Edgar Allan Poe, hasta Pickles, el pícaro felino que contribuye a la eliminación de la banda de ladrones dirigida por Tom Hanks en la película The Ladykillers de los hermanos Coen, pasando por el que saca de quicio al terrier Asta en Another Thin Man, la película de 1939 basada en los personajes de la novela de Dashiell Hammett.

En 1973 Robert Altman dirigió una estupenda versión cinematográfica de El largo adiós, de Raymond Chandler. En su primera escena el detective Philip Marlowe, interpretado por Elliot Gould, es despertado por su hambriento gato leonado. Marlowe, que dormía vestido y, sin duda, muy bebido, enciende automáticamente un cigarrillo y busca en la cocina algo que darle de comer. No lo encuentra y termina preparando un plato con unos restos de algo blancuzco a los que añade un huevo, revolviendo el conjunto con su dedo índice. Al gato no le gusta el potingue y Marlowe le reprocha que no sepa buscarse la vida como los tigres de India.

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El gato hambriento de Marlowe en la película «El largo adiós» de Robert Altman (1973)

Pero el detective privado termina saliendo a las tres de la madrugada en busca de un supermercado que venda latas de comida para gatos. Y esa larga escena, de diez minutos de duración, le permite a Robert Altman presentar su propia versión de Marlowe, bebedor, desordenado, ligón, simpático y tierno. Una versión que no es exactamente la canónica.

Durante las semanas que pasé con Xisto, tuve la precaución de mantener siempre abastecido su cuenco de comida para que no me ocurriera lo mismo que al Marlowe de Altman. Aún así al jodido había veces que no le gustaba lo que le ponía.

El fútbol como género negro

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Mourinho

Hice una pausa en la lectura de Mercado de invierno, encendí la televisión y vi al presidente del Fútbol Club Barcelona asediado por una jauría de cámaras y micrófonos. El locutor contaba que Josep María Bartomeu veía muy comprometida su continuidad en el cargo por los últimos episodios del caso Neymar, un asunto que ya le había costado la cabeza a su predecesor, Sandro Rosell. Recordé una frase que acababa de leer: “El fútbol y el dinero van de la mano”.

Mercado de invierno (RBA, 2015) es una novela negra, así que ustedes ya pueden imaginar que su autor, Philip Kerr, escribe la palabra dinero dirigiéndonos un guiño cargado de intención. Debemos entender que buena parte de ese dinero es tan oscuro como el pecado. En el caso Neymar, unos 40 millones de euros no declarados a Hacienda.

Philip Kerr es un escritor escocés que nos ha entretenido durante años con la serie del policía Bernie Gunther ambientada en la Alemania nazi. Con Mercado de invierno, Kerr, confeso entusiasta de este deporte, incorpora el fútbol a los escenarios del thriller. Técnica y literariamente, esta novela quizá no esté a la altura de la serie Berlin Noir, pero la información que ofrece sobre el deporte más popular del planeta es fenomenal.
La verdad de las novelas puede ser más profunda y auténtica que la verdad de los periódicos. Si usted quiere saber cómo y por qué se levantan los grandes estadios de fútbol, y los tratos que ello implica con ayuntamientos y grandes constructoras, olvídese de los diarios de papel que pueda encontrar en las barras de los bares, lea a Kerr. Y lo mismo digo sobre los fichajes millonarios y las sabrosas comisiones que van subiendo el precio del jugador hasta cifras disparatadas. O sobre los golpes bajos de las batallas por los derechos de retransmisión televisiva. O sobre los sobornos que implica llevarse la sede de un Mundial y por qué uno de los próximos se celebrará en Qatar.

Mercado de invierno está narrada en primera persona por Scott Manson, un ex jugador mulato y sofisticado que pasó una temporada en la cárcel por una violación que no cometió y que ahora es el segundo entrenador del imaginario London City. Pero casi tan protagonista como él es el primer entrenador del club, el portugués Joao Zarco, un tipo deslenguado, sarcástico y tocapelotas, un “capullo arrogante” para muchos, brillante y atractivo para otros, en el que no es difícil reconocer a José Mourinho.

Scott Manson tiene que lidiar con los futbolistas del London City, unos chavales que adoran los coches de lujo, el ligoteo con modelos guapísimas y soltar inconveniencias en Twitter. “Lo cierto”, dice Manson, “es que algunos de estos muchachos llevan más cremas para el cutis y productos capilares en sus neceseres Louis Vuitton que los que tenía mi primera esposa en el tocador”.

Esos chavales no tienen entrevista, pero los periodistas se empeñan en hacérselas a diario y sus respuestas no pueden ser más tontorronas. Así lo ve Manson: “Eso es lo que más revienta del fútbol: los tópicos. No son culpa de los jugadores. La mayoría son unos críos. Traynor sólo tiene veintitrés años y no sabe más. No, la culpa es de los putos periodistas por formular las preguntas predecibles de siempre, que generan esas respuestas trilladas”.

Algunos son gais, por supuesto. Pero no pueden salir del armario. Al menos ahora. Uno de sus jugadores le pregunta ingenuamente a Manson si piensa que puede revelar su homosexualidad y el entrenador le responde: “No, rotundamente no. (…) No hay futbolistas abiertamente gais en ninguna de las cuatro máximas divisiones de Inglaterra. Por supuesto, eso no significa que no existan jugadores gais. Todo el mundo sabe quiénes son, o cree saberlo, pero esos jugadores lo llevan con discreción por una simple razón: miedo. No de los oros jugadores, sino de las faltas de respeto que sufrirían por parte de los aficionados (…) Debes mantener esto en secreto. Si dices algo ahora será un suicidio profesional”.
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Viktor Sokolnikov, un multimillonario ucraniano, es el propietario del London City. Forma parte de ese grupo de ricachones árabes y eslavos, a los que ahora se les añaden los chinos, que se permiten el lujazo de adueñarse de un club europeo. El fútbol, reflexiona Manson, es “una ballena atada a la borda de un barco que es la economía mundial. Y cuanto más dinero mueva, más tiburones llegarán para alimentarse”.

Los políticos suelen ser muy complacientes con los amos del fútbol. Hay dinero que ganar, hay plazas en el palco de honor del estadio por las que luchar, hay imágenes al lado del capitán que levanta un trofeo que pueden colaborar en un triunfo electoral. Lo mismo puede decirse de los grandes medios de comunicación. La corrupción en el fútbol es difícil de hacer aflorar. Aún así, Bartomeu y Rosell no son los primeros protagonistas de escándalos en el fútbol español. El mismo Messi tuvo problemas con Hacienda no hace mucho.

Siete equipos de fútbol españoles son investigados por las autoridades europeas por haber recibido ayudas públicas irregulares. Las deudas nuestros clubes con Hacienda y la Seguridad Social son fenomenales, sin que les pase lo que nos pasaría a usted y mí por una millonésima parte de esas cifras. José María del Nido, ex presidente del Sevilla, terminó entrando en la cárcel por malversación y prevaricación en el ayuntamiento de Marbella. Manuel Ruiz de Lopera, del Betis, y Jesús Gil, del Atlético de Madrid, fueron notorios predecesores de Del Nido en materia de mangoneos. Ramón Calderón, del Real Madrid, terminó siendo absuelto de la acusación de fraude en el voto por correo. El nuevo estadio valenciano de Mestalla es uno de los grandes símbolos nacionales de la burbuja inmobiliaria…
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Y aún así, la novela de Kerr es también un canto a la belleza, la magia y la fraternidad del fútbol. Manson le dice a uno de sus jugadores desmotivados: “En el fútbol no hay obligación de ganar, pero sí de intentarlo. Es en eso en lo que creen los hinchas. Y es lo que creo yo.” El fútbol es el sustituto, imperfecto sin duda, que los humanos le hemos encontrado a la guerra. Es mucho mejor, créanme, desfogarse practicando o viendo un deporte en el que el genio individual y el trabajo de equipo se trenzan para conseguir esa fantástica explosión del gol.
“El fútbol”, escribe Kerr, “es la lengua franca del planeta».

Black Lady

Anik Lapointe

Debemos a Anik Lapointe la publicación en castellano en el año 2014 de dos grandes novelas negras americanas: Galveston, de Nic Pizzolatto, y La entrega (The Drop), de Dennis Lehane. Lapointe ha jalonado con brillantez el nacimiento del sello Salamandra Black.

Galveston y La entrega tienen en común que están fantásticamente escritas y nos cuentan historias que transcurren en el Estados Unidos del white trash, la basura blanca.

Dennis Lehane es un veterano del género. Su Cualquier otro día (The Given Day) recreó el Boston posterior a la Primera Guerra Mundial con la veracidad y el aliento de Dos Passos en Manhattan Transfer.

La entrega es una obra breve y de gran pureza estilística. Su protagonista es Bob, el camarero de una taberna de un barrio obrero de Boston. La taberna es de su primo Marv, enfeudado a su vez a la mafia chechena que se ha adueñado de los bajos fondos de la ciudad. Bob rememora a un cliente desaparecido hace una década, adopta un perro, entabla amistad con una chica extraña, conoce a un policía hispano y le planta cara al amenazador Eric Deeds.

Lehane describe con sobria crudeza las calles del Boston obrero en el que nació. Sientes el frío, la nieve y el viento oscuro. Hueles la cerveza derramada, los orines en los muros y el hollín que lo envuelve todo. Ves y escuchas a la fauna de irlandeses, latinos y eslavos que puebla esas calles. La mayoría son perdedores, aquí sólo triunfan los tipos duros.

Pero el más duro no es siempre el que más aparenta serlo. La novela negra lo reitera desde los tiempos de sus padres fundadores.

Así son los diálogos de Lehane:
“-Eres un gilipollas, Marv.
Marv río entre dientes.
-Dime algo que no sepa.”

Aquí va otro:
“Anwar salió de la cámara frigorífica tirando de un bolsa de lona con ruedas.
-¿Ha cabido?
-Le hemos roto las piernas. Ha cabido bien.”

Nic Pizzolatto debuta en la novela con Galveston. También es el guionista de la serie televisiva True Detective.

La entrega está escrita en tercera persona, Galveston, en primera. Lo anuncian sus dos primeras frases: “Un médico me fotografió los pulmones. Estaban repletos de copos de nieve”. A Roy Cady le acaban de diagnosticar un cáncer.

Roy Cady, un texano que se gana la vida como matón en Nueva Orleans, descubre que, además, su jefe quiere matarle. Huye a través de los caminos costeros de Luisiana. Le acompaña Rocky, una puta joven y guapa.

Pizzolatto es un poeta del género negro: convierte la fuga del matón texano en una experiencia onírica. Galvestón es canónica y herética a la vez.

Pizzolatro sabe cómo describir paisajes: “Unas cuantas gaviotas permanecen posadas sobre los postes del final del muelle, con el pecho hinchado como diminutos presidentes. Algunos cangrejos violinistas corretean para alejarse de mis pies. Siento el lameteo sosegado y rítmico de la marea”.

También sabe cómo describir a la gente: “Sacaron pecho y me lanzaron miradas sesgadas como puñales. Se miraron y volvieron a clavar en mí sus ojitos fríos, tercos y negros como los de un pez. He conocido tipos así toda la vida, palurdos de pueblo sumidos en un resentimiento permanente. De niños maltratan animales pequeños y al hacerse mayores azotan a sus hijos con el cinturón y estrellan sus camionetas por conducir borrachos, a los cuarenta descubren a Jesús y empiezan a frecuentar la iglesia y a ir de putas”.

Anik Lapointe nos ha traído estas dos obras. Lapointe es una canadiense –québécoise por más señas- que lleva unas dos décadas en España. Dinamizó nuestro mundo editorial negro durante sus años en RBA. Vuelve a hacerlo con Salamandra Black.
En su entrevista con Javier Manzano en el Fiat Lux del pasado otoño, Lapointe contó que descubrió el género de muy joven, leyendo la Serie Noire de Gallimard. Gallimard había traducido al francés a los clásicos americanos, los Hammett, Chandler, Cain, McCoy, McDonald y compañía.

Los americanos inventaron el género; los franceses le pusieron el sello de gran literatura. Brindo por ti, Boris Vian.

Los americanos no tienen la exclusiva del género. Franceses, italianos, griegos, latinoamericanos, escandinavos, españoles y sudafricanos escriben estupendas novelas negras. Anik Lapointe promete que los incorporará a su colección.

De La entrega ya se ha hecho una película. La dirigió Michael R. Roskam y la interpretaron Tom Hardy, Noomi Rapace y, en el que sería su último papel, James Gandolfini. De Galveston se va a hace también una película.

Galveston te deja una terrible y deliciosa regusto de desolación. “Estamos todos locos, pero algunos más que otros”, dice Roy Cady en un momento dado.

La entrega confirma que también la mayoría de los blancos somos basura para el sistema.

El sistema puede especular incluso con la vieja iglesia católica del barrio. Dice el policía Torres: “La han vendido a la promotora Milligan. Harán pisos, Bob. Detrás de esa hermosa ventana habrá seglares que tomarán sus putos Starbucks y hablarán de su fe en el profesor de pilates”

El capitalismo del siglo XXI es tan salvaje como el Boston de Cualquier otro día. “A Bob”, escribe Lehane, “le parecía que cada centímetro del mundo estaba cubierto de arenas movedizas. No había nada a lo que agarrarse. No había un lugar seguro donde poner los pies”.

Los Ochenta, en rojo y negro

«La isla mínima», película de Alberto Rodríguez

Te podía asaltar un yonqui a punta de jeringa o de navaja cuando regresabas a tu cueva de madrugada, casi siempre sin haber conseguido arrastrar contigo a la chica que tanto te había molado en la discoteca. Te podías despertar escuchando en la radio que arreciaba el ruido de sables, que tal periódico ultra invitaba a los militares a poner fin al rojerío rampante, o que el servicio secreto acababa de descubrir a unos cuantos que ya habían puesto manos a la obra. Te podías encontrar al salir a la calle con el cristal de tu Seat 127 hecho añicos y un amasijo de cables allí donde había estado el radiocasete.

Eran los años Ochenta. La España del último tramo de la década de 1970 y el primero de la de 1980 se asemejaba a la de hoy en su enorme cantidad de parados, en el espectáculo de la pobreza exhibido en calles y vagones de metro, en las muchas tiendas cerradas por quiebra, en la grisura y la tristeza que desprendían el paisaje y el paisanaje, en la incertidumbre colectiva sobre el porvenir. Pero en aquella España en la que, como la de hoy, agonizaba un régimen y otro pugnaba por nacer, había dos lacras propias. Una, muy contada, era la pesadilla del golpe militar; a la otra se le llamaba “inseguridad ciudadana”.

Eran tiempos quinquis, tiempos de navajas y escopetas recortadas. La gente de derechas -siempre ha habido un montón en España- decía que con Franco se vivía mejor. La heroína, el ansia de vivir deprisa de los chavales de los suburbios, la inocencia de las medidas de protección de las propiedades públicas y privadas, la ineficacia de una Policía acostumbrada durante décadas a resolver los casos a hostias, la voluntad de muchos jueces de actuar conforme a procedimientos democráticos, todo ello y otras cosas hacían que la convivencia con el delito fuera el pan cotidiano de la gente. Casi tanto como hoy las llamadas inoportunas de los teleoperadores.

La reciente película La isla mínima, uno de los mejores thrillers de la historia del cine español, recrea muy bien la atmósfera de aquellos tiempos Su historia transcurre en un alucinante escenario rural, el de las marismas del Guadalquivir, y eso contribuye no poco a su extraña belleza. Pero Alberto Rodríguez también podría haber situado en un suburbio de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla al par de maderos que investigan la desapareción y muerte de dos chavalitas.

Aquella España en rojo y negro de los Ochenta tuvo sus narradores, Manuel Vázquez Montalbán, que ya tenía un pasado como periodista antifranquista, era la figura más conocida de aquella primera cosecha del noir nacional. Vázquez Montalbán, cuyas novelas policíacas con el personaje Carvalho se leían mucho, hasta alumbró una revista de crónica y literatura negras que se llamó Gimlet, tuvo una vida corta y de la que la actual Fiat Lux recoge el testigo.

El barcelonés no era el único. Jorge Martínez Reverte, con su personaje Gálvez, Juan Madrid, con Toni Romano, Andreu Martín, Félix Rotaeta, Jaume Fuster, Carlos Pérez Merinero y otros contaban en sus novelas policíacas una España que no solía salir en unos periódicos obsesionados, como hoy, con la política partidista e institucional. La España de antros tapizados con el humo de las frituras, de la peste endémica a tabaco y a hachís, de las jeringuillas en los lavabos, de los chavales que palmeaban canciones de Los Chunguitos a bordo de un Seat 1430 recién robado, de los comerciantes que guardaban una pistola bajo el mostrador, de los policías que se cabreaban porque los detenidos salían libres del juzgado al poco de haber entrado, de los jueces que se quejaban de que la Policía les presentara detenidos sin aportar pruebas, de los abogados y curas que intentaban auxiliar a los marginados, de los motines y las fugas en Carabanchel, de los empresarios de la construcción que se iban de putas con concejales…

Todo ello en una atmósfera de golpe militar inminente de la que se daba cuenta en las novelas protagonizadas por el comisario Bernal. Las escribía un narrador exótico, David Serafín, seudónimo tras el que se ocultaba Ian Michael, un profesor galés de la Universidad de Oxford que vivía en Madrid, adoraba España y había leído a Conan Doyle, Agatha Christie y Simenon.

Las novelas de David Serafín han sido reeditadas en estos tiempos por la editorial Berenice, y el hispanista galés, ya septuagenario, sigue viviendo en Madrid, cuya clima seco, según sus médicos, conviene a su salud. Sigue asombrándose de que el mito español presente la Transición como un modelo de pacifismo; a él le pareció bastante sangrienta.

¿Justicia igual para todos? No nos hagan reír

Txetxo Yoldi. Foto: Moeh Atitar.

A primeras horas de una mañana de abril, Leandro, el conserje de un inmueble del Paseo de Recoletos, encuentra el cadáver de un hombre en el patio de luces, cerca de una estatua de Séneca. En el mármol del suelo se ha formado un charco de sangre.

El cadáver es identificado sin tardanza: es el de Ildefonso Cortázar, un abogado de postín que lleva los asuntos de Kunghsholm, una multinacional sueca que desembarca en el floreciente mercado inmobiliario español. Cortázar -¿suicidio o asesinato?- ha caído desde la ventana abierta de la sala de juntas de Kungsholm, en el quinto piso.

Estamos en el Madrid de 1991. Gobierna Felipe González, los fastos del Quinto Centenario están a punto de llegar, el dinero corre en abundancia y la Biutiful, los empresarios que cierran negocios multimillonarios en lo que tardan en zamparse unos langostinos, son el modelo de éxito propuesto a la ciudadanía. El Gobierno socialista se jacta de que España es el país del mundo donde se hacen fortunas más rápidamente; basta con saber manejarse en el mundo de los pelotazos, las recalificaciones, las facturas falsas, el fraude fiscal y otras picardías de cuello blanco. Los españoles lo consienten porque las migajas del festín son abundantes y les llegan a muchos de ellos. Pero la ilusión colectiva se marchitará pronto, cuando venga una crisis económica y comiencen a aflorar apestosos casos de corrupción política y empresarial.

       Así arranca El enigma Kungsholm, la primera novela del periodista Txetxo Yoldi, que este mes llega a las librerías de la mano de la Editorial Mong. Yoldi la define como un thriller judicial y cuenta que está inspirada en un suceso que él cubrió a comienzos de los años 1990, el caso Reimhold. Sus investigaciones, precisa, nunca fueron publicadas en El País, el diario para el que trabajaba.

En la novela, Paz Guerra, una joven reportera de investigación del imaginario diario La Crónica, intenta descifrar el enigma. No lo tiene fácil: el abogado fallecido estaba en todas las salsas de los negocios madrileños y nadie quiere que éstas sean escrutadas. Cortázar hasta se sentaba en el consejo de administración de un banco junto a Fermín Fernández Román, el consejero delegado de La Crónica.

Los problemas de Paz Guerra empiezan en casa, como puede imaginar cualquiera que haya trabajado en “un diario de referencia”, uno de esos en los banqueros y los empresarios son sagrados y el fuego crítico debe concentrarse en los árabes, los sindicalistas y los chorizos de poca monta. Pero la investigación en la que se empeña la reportera la lleva a un mundo de poderosos: banqueros de rapiña, constructores que sueñan con no dejar un hueco de España sin su ladrillo, su cemento y su hormigón, políticos encantados de codearse con la Biutiful y directivos de periódicos que navegan entre dos aguas, pero que, a la hora de la verdad, saben que el amarre más seguro está en Marbella o Palma de Mallorca.

Así que Paz Guerra va avanzando en sus pesquisas, pero, mira por donde, sus jefes no acaban de verlo; creen que su trabajo no está aún maduro, que le faltan elementos, que habría que darle otra vuelta, que necesita un hervor más… En fin, que no lo van a publicar.

Yoldi es un maestro de la información judicial, en la que ha trabajado durante lustros. A él se debe, entre otras exclusivas, la caída de Carlos Dívar, aquel magistrado santurrón y golferas que presidía el Tribunal Supremo. Los jueces, fiscales, abogados, policías y forenses de su novela son muy creibles, como también lo es el olor a desinfectante y legajos polvorientos de sus juzgados. Y, por supuesto, sus periodistas, desde el reportero Kiko Merino, que acosa a las becarias y se apropia de noticias ajenas, hasta el director, Antonio Angulo Romasanta, pasando por el jefe directo de Paz Guerra, el cuarentón Agustín Cantero. Cantero es un funcionario del periodismo: trabaja en La Crónica desde su primer día y ha ido ascendiendo gracias a que pasa muchas horas en la redacción, no tiene una sola idea nueva y cumple a rajatabla las instrucciones de sus amos. Intenta superar su falta de autoridad profesional con abundancia de gritos y tacos.

La burbuja española no tardaría en inflarse de nuevo. Con la llegada de Aznar a La Moncloa y un nuevo ciclo mundial de vacas gordas, vendrían las privatizaciones de empresas públicas rentables, la conversión de todo el suelo patrio en solar edificable, el capitalismo de amiguetes y la exaltación de esos liberales de mamandurria que hacen fortunas con los impuestos de los trabajadores. De esos polvos vendrían los lodos actuales: la gravedad de la crisis y los nuevos escándalos de corrupción.

Pero las semejanzas no se quedan ahí, convenimos Txetxo y yo en una conversación telefónica. Hoy como ayer, los corruptos suelen terminar inclinando la balanza de la Justicia a su favor. Tienen recursos económicos para sobornar a funcionarios, para pagarse buenos abogados que encuentren el más mínimo defecto de forma en sus sumarios, para retrasarlos hasta el fin de los tiempos, para marear la perdiz en suma. Así logran absoluciones, anulaciones por una coma mal colocada, cierres con impunidad por prescripción y, si es menester, indultos. ¿Justicia igual para todos? No nos hagan reír.

Madame la Commissaire escribe una novela

Quai des Orfèvres, París

Muchos de los periodistas que han terminado escribiendo novelas negras reconocen haberlo hecho porque la ficción les permite contar cosas que ellos saben con casi absoluta certeza pero que no pueden publicar en los medios convencionales. Se lo impide la necesidad de que una acusación grave contra un poderoso esté absolutamente certificada, y el hecho habitual de que, aunque lo esté, los directivos y propietarios del medio prefieran censurarla.

   Tras conversar el pasado jueves con Danielle Thiéry en la muy noir librería madrileña Estudio en Escarlata (Guzmán el Bueno 46, esquina con Fernández de los Ríos), he estado pensando en que a los policías que cultivan el thriller puede ocurrirles exactamente lo contrario. Los policías no pueden contar en sus obras de ficción absolutamente todo lo que saben, todo lo que han visto, oído y olido. Si lo hicieran, sus obras serían insoportablemente duras. Ni los editores las publicarían, ni los lectores podrían aguantarlas. 

   Por ejemplo, ¿cómo podría madame Thiéry haber narrado en alguna de sus novelas los detalles más realistas de su primer caso como inspectora de Policía en la brigada criminal de Lyon?  Thiéry me contó que acababa de incorporarse a la brigada, y que su jefe, para que ella pudiera demostrar su resistencia, le adjudicó como primera misión el acudir a la autopsia de dos niños, de 4 y 6 años de edad, que había muerto maltratados por sus padres. ¿Qué novela soportaría el relato de esa autopsia en la morgue de Lyon, el que ella, en cambio, sí tuvo que escribir minuciosamente en su informe oficial?

    Danielle Thiéry tenía entonces 22 años de edad. Ahora está jubilada tras haber trabajado durante 38 años en la Policía Judicial francesa, donde fue la primera mujer al alcanzar el grado de commissaire divisionnaire. En ese tiempo ha visto mucha sangre derramada, muchos cerebros y vísceras esparcidos, muchos cadáveres grotescamente abandonados. Los ha visto en las escenas de los crímenes, atentados y accidentes que ha tenido que investigar, y en las fotos que una y otra vez ha tenido que repasar en el transcurso de las instrucciones. Nunca, dice, ha podido transmitir en sus obras de ficción el horror de esas experiencias. Ni tan siquiera lo ha intentado.

       Y sin embargo, quizá haya algo en común en lo que impulsa al periodista a escribir ficción noir y lo que motiva al policía. Los casos no resueltos judicialmente, los casos en que la intuición del investigador policial no ha podido ser acompañada por las pruebas correspondientes, aquellos casos que dejan clavos en el corazón, son, me dijo Thiéry, una de las causas que la llevaron a convertirse, en 1995, en el primer funcionario en activo de la Policía Judicial francesa que escribía y publicaba novelas negras.

Danielle Thiéry

       La comisaria Thiéry ha estado en Madrid presentando su última obra, Clavos en el corazón (La Esfera de los Libros, 2014), la primera traducida al castellano. Con ella ganó en 2013 el Premio Quai des Orfèvres y de ella ha vendido ya más de 200.000 ejemplares en Francia. El número 36 del parisino Quai des Orfrèvres es, como ustedes saben, la sede central histórica de la Policía Judicial francesa, y el premio que lleva ese nombre, el más importante del país en materia de polar. Lo concede un jurado de policías, jueces, abogados y periodistas a un manuscrito anónimo.

    Clavos en el corazón cuenta la historia de dos investigaciones criminales -una actual, otra estancada desde hace diez años- que terminan entrecruzándose. La novela transcurre en el Versalles del siglo XXI y la protagoniza el comandante Revel, un vieux flic absolutamente comme il faut: solitario y amargado, fracasado en su vida familiar y fumador impenitente, consagrado por completo a su trabajo e incapaz de dar un caso por imposible de resolver. Le acompañan en sus pesquisas los miembros de su equipo, y es aquí, en la humanidad de la descripción de Revel y los suyos, donde Thiéry da lo mejor de sí misma. Sabe de lo que habla. Clavos en el corazón debe inscribirse en el subgénero sobre lo absorbente, amargo e ingrato que resulta el trabajo de los investigadores policiales.

Simenon

No les fastidio demasiado la novela si les adelanto que la búsqueda ilegal de una herencia jugosa es la motivación de las dos series de crímenes investigados por Revel. En nuestro encuentro en la librería Estudio en escarlata, le pregunté a madame Thiéry si podía confirmarme que, tal como yo pienso, la codicia, la búsqueda de un dinero fácil, un dinero que pueda conseguirse sin trabajar, es la principal causa del crimen en Francia y en todas partes. Tanto del que derrama sangre como del de cuello blanco, precisé. “Por supuesto”, me respondió, “en nueve de cada diez crímenes, la motivación es la búsqueda del enriquecimiento rápido, la apropiación del dinero del otro”.

    Thiéry, de cabello corto y níveo, me contó que el comandante Revel estaba inspirado en un comisario de la Policía Judicial de Versales que también fumaba demasiado y terminó pagándolo caro. Y también que su autor clásico favorito es el belga Simenon, y entre los contemporáneos, James Ellroy, Denis Lehane y Michael Connelly. No es, precisó citando a P.D. James, Patricia Cornwell y Víctor del Árbol, el primer policía o ex policía que escribe ficción policial.

    De una escena del crimen, me dijo madame la Commissaire, lo verdaderamente imposible de transmitir en una novela es el olor nauseabundo.