La Casa de la Ciénaga

Me gustan las novelas de espías; muchas tan solo porque me entretienen; algunas, como las de la gran tradición británica de Graham Greene y John Le Carré, porque pertenecen a esa ficción verosímil que cuenta cómo funciona el mundo mucho mejor que el siempre limitado periodismo. En concreto, este subgénero negro arroja luz sobre el funcionamiento de las cloacas de nuestros Estados. Hacen cosas horribles, sin duda, pero siempre, damas y caballeros, es por su seguridad, no les quepa la menor duda. ¡No se detengan, circulen!

Acabo de leer Caballos lentos, de Mick Herron (Black Salamandra, 2018), y, francamente, está muy bien. Herron se sitúa en la línea de Greene y Le Carré, pero a su manera, en la desnortada Inglaterra del siglo XXI y con una voz indudablemente propia. De arranque, el planteamiento de la novela es original: cuenta la existencia de la Casa de la Ciénaga, un departamento donde el servicio secreto de Su Majestad arrincona a los agentes que han cometido alguna pifia. Como dejarse olvidado un disco duro con información confidencial en un transporte público.

Sede de los servicios de inteligencia británicos en Vauxhall (Londres).

En la Casa de la Ciénaga manda un individuo gordo, sucio y desagradable llamado Jackson Lamb. Entre los que allí penan se encuentra el joven River Cartwright, que no está en absoluto convencido de haber cometido el error monumental que le atribuye la superioridad. Cartwirght, por cierto, es nieto de un jefazo del espionaje británico y así lo evoca en un momento dado: “Cuando cumplí doce años me regaló la obra completa de Le Carré. Aún recuerdo lo que me dijo de ella: “Todo es inventado. Pero eso no significa que no sea cierto”.

La vida de la Casa Ciénaga va a verse profundamente alterada cuando se produzca en Londres un secuestro, uno de esos sucesos que conmueven a las opiniones públicas y alegran a los grandes medios de comunicación. A partir de ahí Herron describe una Inglaterra de cielo húmedo y sucio como un trapo de cocina, una Inglaterra insegura de sí misma, donde la inmigración y los atentados yihadistas ponen viento en las alas de una ultraderecha nacionalista, antieuropea, islamófoba y muy paleta. Un país donde cada atentado justifica que las fuerzas policiales y los servicios de inteligencia sigan restringiendo libertades, violando privacidades y consiguiendo más poder y recursos. Y, bueno, si no hay atentados siempre pueden patrocinarse, ¿no?

“Al final todos los espías bajan al pozo y se prostituyen sigilosamente, cada uno por la moneda que prefiera”, sentencia Herron, de cuya prosa cabe destacar el uso de un tenue e inteligente sentido del humor muy propio de su pueblo. Por ejemplo, cuando cuenta que su país se está convirtiendo en ese Big Brother que anticipó el lúcido George Orwell. Escribe Herron: “La sociedad de Reino Unido debía de ser la más vigilada del mundo, pero solo cuando el dinero salía de los bolsillos del pueblo, mientras que las constructoras privadas solían preferir la opción más barata de instalar una cámara falsa”.

Desde Thatcher, Reino Unido es una de las vanguardias del neoliberalismo. Y ya sabemos en qué consiste eso: el dinero de los impuestos de las clases populares paga prácticamente toda la fiesta para que el de las empresas pueda descansar en paraísos fiscales. De modo que, si es menester, la constructora tan solo instalará cartelitos y cámaras de juguete en la urbanización privada que planea vender a precio de palacio de Xanadú.

El neoliberalismo ha convertido el planeta en una ciénaga.

PS. Una versión anterior de este artículo fue publicada en Cartelera Turia (Valencia) el 26 de Octubre de 2018.

 

Oficina de leyendas

Fotograma de «Le Bureau des légendes»

La sed de los espías es insaciable. Cuando se hayan bebido toda el agua potable del planeta -y también todos sus demás líquidos, alcohólicos y no alcohólicos-, desalinizarán los océanos para poder seguir bebiendo. Su coartada es teóricamente impecable: nos espían a todos por nuestro propio bien, para proteger nuestra seguridad, la individual y la colectiva. Todos somos niños pequeños que necesitamos estar permanente vigilados por padres o tutores que no hemos podido escoger.

No es de extrañar que, por órdenes del Gobierno o por iniciativa propia, el entonces llamado CESID -hoy CNI- escuchara y grabara las conversaciones telefónicas de Juan Carlos I, el mismísimo jefe del Estado al que ese organismo decía servir. Nunca se sabe que sabrosas confidencias –amoríos, negocios, filias, fobias- pueden caer en el saco. Nunca se sabe cuándo esas confidencias pueden resultarles útiles a alguien –el Gobierno, los mismos espías, algún banquero o empresario, algún aliado extranjero- para hacer algún chantaje. Tú guárdalo por si acaso.

Hemos escuchado estos días algunos fragmentos de las conversaciones de Juan Carlos I que fueron interceptadas en 1990 por el CESID y hemos confirmado así que el anterior monarca, amén de campechano, era un mujeriego impenitente. Pero la pregunta que surge de inmediato es quién y para qué utilizaría en su momento esa información. Seguro que no fue tan solo para bromear con el jefe de Estado sobre lo feliz que le hacía tal o cual dama.

Hace dos o tres años también supimos que los espías norteamericanos de la CIA y la NSA interceptan a placer las conversaciones telefónicas y la actividad en Internet de miles de políticos, empresarios, periodistas, científicos y activistas de todo el planeta. Gente toda ella poco sospechosa de pertenecer a ISIS, Al Qaeda u organizaciones diabólicas semejantes. ¿Rompió por ello Alemania, Francia o algún otro de los damnificados sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos? En absoluto. Las protestas fueron tan tímidas que ni se escucharon. Y, por supuesto, no faltaron cretinos para salir en las teles y decir que ese espionaje masivo es normal y hasta saludable -es por nuestra seguridad- y que si uno no tiene nada malo que ocultar no debe enfadarse porque violen su privacidad sin su consentimiento.

En realidad, los espías se espían hasta a sí mismos. Y no me estoy refiriendo al lógico seguimiento de la actividad de los servicios rivales. Lo que estoy diciendo es que los servicios de inteligencia también escrutan subrepticiamente a sus propios agentes. ¿Qué hacen en sus ratos libres? ¿A quién ven? ¿Con quién se divierten o se acuestan? ¿Cabe alguna posibilidad de que sean topos del enemigo o desarrollen una agenda propia? En las cloacas ninguna lealtad está garantizada.

El actor Mathieu Kassovitz interpreta al agente Debailly

Lo cuenta de modo excelente la serie televisiva francesa Le Bureau des légendes. Que yo sepa, esa serie no se emite en España, lo que es una pena para los aficionados a las ficciones sobre espías. Unas ficciones que esos aficionados saben o intuyen  –y así lo confirma el maestro Le Carré- que en muchas ocasiones son lo más aproximado a un reportaje periodístico que puede hacerse sobre ese submundo.

Producida por el Canal + francés, Le Bureau des légendes pertenece a la categoría de ficción realista, creíble, verosímil. Ofrece una extraordinaria cantidad de información sobre el funcionamiento de la DGSE (Direction Générale de la Sécurité Extérieure), el principal servicio de inteligencia francés. Lo hace a través de las andanzas de un agente llamado Guillaume Debailly, que, tras una estancia en el Damasco en guerra,  debe encargarse de la desaparición de uno de sus compañeros en Argelia. A partir de ahí la serie nos cuenta la formación de los agentes clandestinos, el control permanente al que están sometidos, los trucos de los servicios de inteligencia para utilizar como tapaderas otros servicios más «amistosos» del Estado y la cantidad enorme de información que  pueden obtener a través de los teléfonos y de Internet.

Guillaume Debailly no es un superhéroe como los mucho menos verosímiles James Bond o Jason Bourne. Sus principales recursos no son su capacidad para seducir bellezas o  combatir con las manos desnudas, una Walther PPK o algún gadget de laboratorio. Su principal arma es su capacidad para construir un personaje falso y hacerlo creíble ante los ojos de aquellos que bien podríamos llamar sus víctimas. Su arte para vivir bajo diversas identidades a la vez.

El hombre de las mil caras es el título de la película española sobre nuestro más célebre espía contemporáneo, Francisco Paesa. Una buena película y un buen título.

El pícaro que Bush usó como fuente para su guerra de Irak

Al Janabi

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, al derrumbarse las Torres Gemelas de Nueva York, el destino de Sadam Husein quedó sellado. Aquel brutal atentado era el pretexto ideal para llevar a cabo la invasión y ocupación de Irak con la que soñaban desde hacía años, desde los tiempos del primer Bush, los neocon que gobernaban Washington.

Pero había que inventar un argumentario (build a case, lo llamaron). Incluso los hooligans necesitan dos o tres razones, o supuestas razones, para apoyar un despropósito. Una de las fabricadas en los “laboratorios de ideas” de Washington, las conexiones entre Sadam y Bin Laden, sólo estaba destinada a los seguidores más mostrencos, a aquellos que creen que todos los gatos son pardos. Era sabido universalmente que Sadam y Bin Laden se detestaban y se combatían con la ferocidad de dos gallos de pelea.  Esos grandes maestros de la intoxicación que son los neocon le añadieron, pues, un par de razones más. Una, de escasa credibilidad, era la milonga de que la invasión de Irak iba a llevar la democracia al mundo árabe, desde el Golfo Pérsico al Atlántico magrebí. Una tercera, en cambio, podía engañar a gente deseosa de ser engañada: Sadam fabricaba armas de destrucción masiva con las que pretendía convertir el planeta en un infierno apocalíptico antes de lo que se tarda en contarlo.

El 5 de febrero de 2003, Collin Powell, entonces secretario de Estado norteamericano, hizo el ridículo más espantoso en Naciones Unidas afirmando que quedaba probado que Sadam estaba fabricando armas biológicas. Lo sustentaba en unas fotos borrosas de camiones en mitad de la nada, unos esquemas de algo seudoindustrial que podría haber dibujado cualquier niño y, tatachín, tatachán, las revelaciones de un gran científico iraquí que había desertado a Occidente.

Aquella “fuente” altamente secreta, conocida como Curveball, se llamaba, y se llama, Rafid Al Janabi. En realidad, no era un gran científico y no tenía la menor idea de si Sadam fabricaba o no armas biológicas, químicas y nucleares. Al Janabi era un pícaro iraquí -un pequeño químico que había terminado como taxista tras ser despedido por robo de una empresa- que se había escapado a Alemania y, para reforzar su solicitud de asilo político, se había inventado la historia que los servicios secretos alemanes querían oír (y compartir, alborozados, con sus tutores de Washington).

Con el título de L´incroyable histoire qui a permis la guerre en Irak, Le Nouvel Observateur reconstruye en su última edición cómo Al Janabi llegó a vivir a cuerpo de rey en Alemania -Mercedes incluido- tras largarle al servicio de espionaje germano, el BND, que él había sido el responsable de un plan para fabricar armas biológicas en unos “laboratorios clandestinos móviles”, o sea, a bordo de camiones que nomadeaban por el territorio iraquí. “Enamorado de su fuente”, el BND le creyó a pie juntillas y se lo comunicó a los norteamericanos.

Powell ha reconocido a Le Nouvel Observateur que cuando él hizo en la ONU las afirmaciones que hizo no tenía idea de quién era Curveball. Fiel soldado, interpretó el papelón que arruinó su carrera sin hacer demasiadas preguntas. Por aquel entonces, sin embargo, tanto el BND como la CIA dudaban mucho de la credibilidad de Al Janabi. Un par de interrogatorios en profundidad habían abierto más grietas en su historia que un terremoto de los gordos en la escala Richter. A los capos de Washington –los Rumsfeld y compañía- eso les importó un pepino. El 28 de enero de 2003, en un discurso sobre el Estado de la Unión convertido en arenga guerrera, George W. Bush soltó lo de los “laboratorios móviles”.

Pese a las protestas internacionales, las tropas norteamericanas y sus aliados del Trío de las Azores atacaron Irak el 20 de marzo de 2003. No tardaron en deshacerse de un Ejército en chanclas y con armas soviéticas del año de la Tarasca. “Misión cumplida”, se jactó Bush en el show del portaaviones. Tontería monumental: lo peor estaba por venir.

En febrero de 2011, Rafid Al Janabi, que sigue viviendo en Alemania, concedió una entrevista al diario británico The Guardian. Reconoció sus mentiras. “Tuve la suerte”, dijo, “de haber inventado algo que hizo caer a Sadam”.

Hollywood ya ha hecho unas cuantas películas interesantes sobre la guerra de Irak, sobre las mentiras que pretendieron justificarla y sobre la pesadilla desastrosa en que se convirtió: 100.000 civiles iraquíes y 4.400 soldados norteamericanos muertos, un país arrasado y desmembrado, una oportunidad de oro para Al Qaeda, una tremenda pérdida de popularidad internacional para Estados Unidos.

Dirigida por Doug Liman y protagonizada por Naomi Watts y Sean Penn, una de ellas, Fair Game (Caza a la espía), narra la historia real de cómo los gobernantes neocon de Washington orquestaron una campaña para desacreditar a Valerie Plame, la agente de la CIA cuyo marido, el diplomático Joseph Wilson, demostró que era imposible que Irak se hubiera abastecido de uranio enriquecido de Níger. Eso le arrebataba a Bush otro de sus falsos pretextos.

Green Zone (Distrito protegido), dirigida por Paul Greengrass e interpretada por Matt Damon, cuenta las peripecias de una unidad de soldados norteamericanos encargados de encontrar las armas de destrucción masiva en el Irak ya ocupado por las tropas de las barras y estrellas. Por supuesto, no las encuentran. No las había, nunca las hubo. Sadam, sin duda, soñó con producirlas, pero abandonó la idea tras su derrota en Kuwait en 1991 y los posteriores años de sanciones internaciones e inspecciones de la ONU.

Hace ya una década, cuando fue atacado, Sadam seguía siendo un tirano cruel y sanguinario para su pueblo, pero no una amenaza ni regional ni internacional. Y ni mucho menos, el principal problema de la humanidad.