Oficina de leyendas

Fotograma de «Le Bureau des légendes»

La sed de los espías es insaciable. Cuando se hayan bebido toda el agua potable del planeta -y también todos sus demás líquidos, alcohólicos y no alcohólicos-, desalinizarán los océanos para poder seguir bebiendo. Su coartada es teóricamente impecable: nos espían a todos por nuestro propio bien, para proteger nuestra seguridad, la individual y la colectiva. Todos somos niños pequeños que necesitamos estar permanente vigilados por padres o tutores que no hemos podido escoger.

No es de extrañar que, por órdenes del Gobierno o por iniciativa propia, el entonces llamado CESID -hoy CNI- escuchara y grabara las conversaciones telefónicas de Juan Carlos I, el mismísimo jefe del Estado al que ese organismo decía servir. Nunca se sabe que sabrosas confidencias –amoríos, negocios, filias, fobias- pueden caer en el saco. Nunca se sabe cuándo esas confidencias pueden resultarles útiles a alguien –el Gobierno, los mismos espías, algún banquero o empresario, algún aliado extranjero- para hacer algún chantaje. Tú guárdalo por si acaso.

Hemos escuchado estos días algunos fragmentos de las conversaciones de Juan Carlos I que fueron interceptadas en 1990 por el CESID y hemos confirmado así que el anterior monarca, amén de campechano, era un mujeriego impenitente. Pero la pregunta que surge de inmediato es quién y para qué utilizaría en su momento esa información. Seguro que no fue tan solo para bromear con el jefe de Estado sobre lo feliz que le hacía tal o cual dama.

Hace dos o tres años también supimos que los espías norteamericanos de la CIA y la NSA interceptan a placer las conversaciones telefónicas y la actividad en Internet de miles de políticos, empresarios, periodistas, científicos y activistas de todo el planeta. Gente toda ella poco sospechosa de pertenecer a ISIS, Al Qaeda u organizaciones diabólicas semejantes. ¿Rompió por ello Alemania, Francia o algún otro de los damnificados sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos? En absoluto. Las protestas fueron tan tímidas que ni se escucharon. Y, por supuesto, no faltaron cretinos para salir en las teles y decir que ese espionaje masivo es normal y hasta saludable -es por nuestra seguridad- y que si uno no tiene nada malo que ocultar no debe enfadarse porque violen su privacidad sin su consentimiento.

En realidad, los espías se espían hasta a sí mismos. Y no me estoy refiriendo al lógico seguimiento de la actividad de los servicios rivales. Lo que estoy diciendo es que los servicios de inteligencia también escrutan subrepticiamente a sus propios agentes. ¿Qué hacen en sus ratos libres? ¿A quién ven? ¿Con quién se divierten o se acuestan? ¿Cabe alguna posibilidad de que sean topos del enemigo o desarrollen una agenda propia? En las cloacas ninguna lealtad está garantizada.

El actor Mathieu Kassovitz interpreta al agente Debailly

Lo cuenta de modo excelente la serie televisiva francesa Le Bureau des légendes. Que yo sepa, esa serie no se emite en España, lo que es una pena para los aficionados a las ficciones sobre espías. Unas ficciones que esos aficionados saben o intuyen  –y así lo confirma el maestro Le Carré- que en muchas ocasiones son lo más aproximado a un reportaje periodístico que puede hacerse sobre ese submundo.

Producida por el Canal + francés, Le Bureau des légendes pertenece a la categoría de ficción realista, creíble, verosímil. Ofrece una extraordinaria cantidad de información sobre el funcionamiento de la DGSE (Direction Générale de la Sécurité Extérieure), el principal servicio de inteligencia francés. Lo hace a través de las andanzas de un agente llamado Guillaume Debailly, que, tras una estancia en el Damasco en guerra,  debe encargarse de la desaparición de uno de sus compañeros en Argelia. A partir de ahí la serie nos cuenta la formación de los agentes clandestinos, el control permanente al que están sometidos, los trucos de los servicios de inteligencia para utilizar como tapaderas otros servicios más «amistosos» del Estado y la cantidad enorme de información que  pueden obtener a través de los teléfonos y de Internet.

Guillaume Debailly no es un superhéroe como los mucho menos verosímiles James Bond o Jason Bourne. Sus principales recursos no son su capacidad para seducir bellezas o  combatir con las manos desnudas, una Walther PPK o algún gadget de laboratorio. Su principal arma es su capacidad para construir un personaje falso y hacerlo creíble ante los ojos de aquellos que bien podríamos llamar sus víctimas. Su arte para vivir bajo diversas identidades a la vez.

El hombre de las mil caras es el título de la película española sobre nuestro más célebre espía contemporáneo, Francisco Paesa. Una buena película y un buen título.

¿Enemigos del Estado?

En un tuit del jueves 11 de julio, Maruja Torres escribía refiriéndose irónicamente a Barack Obama: “Éste merece ser blanco”. Sí, a tenor, entre otras cosas, de la saña con la que dirige la búsqueda y captura de Edward Snowden, Obama es tan “blanco” como George W. Bush, aunque, eso sí, mucho más listo.

El primer presidente afroamericano de Estados Unidos prosigue la llamada “Guerra contra el terror”, pero utilizando el secreto y las nuevas tecnologías allí donde su predecesor prefería el escándalo público y la política de la cañonera. En Crónica Negra ya he escrito que Obama es el primer comandante en jefe de las ciberguerras estadounidenses del siglo XXI: está llevando a niveles masivos el uso de drones para asesinar a presuntos terroristas, de virus cibernéticos para sabotear a rivales potenciales y del espionaje de las conversaciones telefónicas y el acceso a Internet para saber lo que hacemos todos y cada uno de nosotros. Ahora le tomo prestada una fórmula a mi compañera Elena Reina: Obama es una especie de Bush 2.0.

No nos engañemos: hay que ser “blanco” para ocupar la Casa Blanca. Wall Street y el complejo militar-industrial que denunciaba el mismísimo Eisenhower no permitirían otra cosa. Colin Powell o Barack Obama jamás habrían llegado tan lejos si su alma no hubiera sido bastante más pálida que la piel de su rostro. Lo demás es una cuestión de matices –más o menos progresista, más o menos conservador– en derechos civiles, sanidad, ingresos fiscales y gasto público, agresividad en la acción exterior. No negaré la importancia de esos matices en la vida de millones de personas, lo que quiero subrayar aquí y hoy es que, al lidiar con el dinero y las armas, hasta el denominado “hombre más poderoso del planeta” se debe a “intereses superiores”.

A raíz del caso Snowden, me he acordado de una película que vi en Washington cuando vivía allí, en la segunda mitad de los años 1990. Se llama Enemy of the State (“Enemigo público” en España) y la protagoniza el actor negro Will Smith. Es un trepidante thriller que cuenta cómo un abogado que descubre por casualidad un asesinato cometido por gente del NSA (National Security Agency) es perseguido implacablemente por los autores del crimen. Quieren matarle, claro.

El thriller literario y cinematográfico suele anticipar lo que será titular de periódicos y telediarios años después. En el caso de Enemy of the State, su novedad estribaba en que, tres lustros antes del caso Snowden, desvelaba cómo los servicios de inteligencia pueden localizarnos a cualquiera de nosotros en cualquier lugar y momento a través del uso que hagamos de nuestros móviles, conexiones a Internet, navegadores GPS en automóviles y tarjetas de crédito. Por supuesto, el personaje interpretado por Will Smith era estigmatizado oficialmente como “una peligrosa amenaza para la seguridad nacional”, el cuento con el que gobernantes y servicios policiales y de espionaje consiguen la aquiescencia de la mayoría para seguir construyendo el 1984 orwelliano.

Con 58 años en el planeta y 35 en el oficio, estoy bastante curado de espantos, y, sin embargo, me escandaliza estos días ver como gente que dice llamarse “periodista” adopta con fervor el punto de vista del Estado norteamericano en relación al caso Snowden. No puedo estar más de acuerdo con lo que, a propósito de los Snowden, Manning, Wikileaks y compañía, acaba de escribir en The Guardian Jeff Jarvis, profesor de periodismo de la City University of New York. En un artículo titulado Who is a journalist?, que contiene además una interesantísima reflexión sobre la democratización del oficio en estos tiempos de Internet y redes sociales, Jarvis sostiene que los mencionados whistleblowers son, en todo caso, “culpables” de actos de periodismo; en ningún caso de actos de “traición a la patria” o “espionaje para potencias extranjeras”.

“¿Qué diablos es el periodismo?”, se pregunta Jarvis. Él mismo da la respuesta: “Es un servicio cuya misión es tener informado al público. (…) Cualquier cosa fiable que sirva al objetivo de tener una comunidad informada es periodismo. (…) El verdadero periodista debería desear que cualquiera se sume a la tarea”. Los Manning, WikiLeaks, Snowden y Greenwald, concluye el profesor neoyorquino han realizado “actos de periodismo”, actos de servicio en provecho de una comunidad mejor informada.

¿Enemigos del Estado? En todo caso, del Estado con vocación totalitaria.