Federico García Lorca fue muy feliz durante los cuatro meses de 1930 que pasó en Cuba, quizá jamás conociera una dicha semejante en su tristemente breve existencia. Tan es así que dejó dicho: “Si me pierdo, que me busquen en La Habana”.
Miguel Barroso sitúa su novela Amanecer con hormigas en la boca en la estela de esta sentencia del poeta granadino. Recién liberado de una cárcel franquista, donde ha purgado una condena por enfrentarse a la dictadura con las armas en la mano, Martín Losada viaja a la capital cubana en busca de un amigo y de un botín. El amigo, Albert Dalmau, escapó a la operación policial en la que Losada fue capturado y desde entonces anda en paradero desconocido. Pero Losada cree que puede encontrarle en La Habana: a Dalmau le gustaba repetir la frase de García Lorca.
Amanecer con hormigas en la boca acaba de ser reeditada por Literatura Random House, diecisiete años después de su primera publicación en Debate. Que yo conozca, es una de las pocas novelas negras españolas contemporáneas ambientadas en Cuba. Y el que Barroso sea mi amigo no debería impedirme decir que es una de las novelas negras españolas mejor escritas. Queda, pues, dicho.
Las noticias de Cuba llenan estos días páginas y minutos en los diarios y los telediarios. Es extraordinario que una isla muchos menos grande que Australia, no demasiado rica en recursos naturales y poblada por apenas doce millones de personas despierte tanto interés. No solo en España -lo natural dados nuestros vínculos históricos, culturales y humanos-, sino en todo el planeta. Y también resulta sorprendente que Cuba sea una potencia médica, musical y artística muy superior a su demografía y su economía.
El castrismo puede explicar parte de este interés y esta potencia. Durante más de medio siglo ha interpretado universalmente el mito del David que planta cara valientemente al Goliat estadounidense. Sin los componentes de patriotismo cubano, orgullo latinoamericano y antiimperialismo global, no se entienden ni la popularidad de este régimen entre buena parte de su población ni las simpatías que aún despierta fuera de sus fronteras. Que el castrismo no haya sido nunca democrático y haya impuesto en la isla un desastroso sistema productivo es algo que hemos leído y escuchado lo suficiente desde que muriera Fidel Castro el pasado sábado.
Pero Cuba ya resultaba atractiva antes de Castro, ya era uno de esos lugares que encarna sueños cálidos, húmedos y salados. También era uno de los países más vibrantes al sur de Estados Unidos. Y un territorio fértil para la literatura policíaca y de espionaje. Lo demostró Graham Greene con su Nuestro hombre en La Habana.
Justo en los caóticos últimos días del régimen de Batista sitúa Barroso su novela. Su documentada reconstrucción de aquel período de sexo desenfrenado, música celestial, casinos mafiosos y represión brutal es motivo suficiente para leerla. En el gallinero de voces que ahora pontifican sobre las luces y sombras de Fidel Castro cabe lamentar la ausencia de información sobre las luces y sombras de Batista.
Barroso es uno de los españoles que mejor conoce Cuba, donde pasa largas temporadas desde los Ochenta. No ha escrito, sin embargo, una novela cuyo único interés sea la recreación de un determinado lugar en un determinado momento. Ha hecho asimismo una interesante aportación a esa estirpe del género negro que tiene la amistad -y la traición a la amistad- como historia, la de El largo adiós de Chandler. Una aportación con música de bolero, sabor de daiquiri y perfume de corrupción.