El ministro visita Lampedusa

Would-be immigrants arrive on a boat in...Would-be immigrants arrive on a boat in the port of Italy's southern island of Lampedusa late on July 31, 2008. Italy's coast guard intercepted around 800 illegal immigrants on five boats off the island of Lampedusa on July 31. One boat, carrying 339 people, including 47 women and four children, got as far as the Sicilian island's port. The reception centre on Lampedusa, which can hold 700 immigrants, was overwhelmed by the scale of new arrivals after some 400 illegal immigrants turned up on the island. AFP PHOTO / Mauro Seminara (Photo credit should read Mauro Seminara/AFP/Getty Images)

El ministro del Interior italiano viaja a Sicilia. Así lo cuenta el narrador de Un filo de luz, la última novela de Andrea Camilleri publicada en España: “Aquel era un día especial para Vigàta. Y era especial porque el señor ministro del Interior, de regreso de su visita a la isla de Lampedusa, en cuyos “centros de acogida para inmigrantes” (¡sí, señor, tenían el valor de llamarlos así!) ya no cabía ni un niño de pecho –las sardinas en lata tenían más espacio-, había manifestado su intención de inspeccionar los campamentos de emergencia que habían montado en Vigàta. Aquellas instalaciones, por otro lado, ya estaban también llenas a rebosar, con el agravante de que esos desdichados se veían obligados a dormir en el suelo y a hacer sus necesidades al aire libre”.

La última tragedia marítima en aguas de Sicilia (¡cientos de ahogados de una sola tacada!) ha reproducido el rito hipócrita de nuestros gobernantes: se vierten unas lagrimitas de cocodrilo y se piden medidas urgentes para que las muertes no se produzcan en el umbral de nuestra casa. Levántense en el mismísimo norte de África las vallas, los campos de concentración y los bloqueos aeronavales que sean menester para que aquellos de sus hijos que buscan paz, trabajo y libertad queden allí varados y enjaulados. No nos andemos con zarandajas: eso es lo que pide la mayoría de la gente del Norte.
Un filo de luz_300_CMYK    Leyendo Un filo de luz me he acordado de Moncho Alpuente. En uno de sus últimos artículos en el diario digital publico.es, Moncho contaba que, los sábados por la noche, pasaba de las tertulias políticas televisivas y se dedicaba a ver la serie del comisario Montalbano que dan en La 2. Sonreí al leerle: yo tampoco entiendo a aquellos amigos que los domingos por la mañana despotrican en Twitter contra el sectarismo, la incultura y la grosería de algunos de los tertulianos de la noche anterior. ¡Con lo fácil que es no seguir esos programas! Pasear por la calle, cenar con amigos, ir al cine o a un concierto, leer un libro o hacer el amor, me parecen alternativas menos frustrantes. Y si lo que uno desea es tan sólo vaguear ante la tele, Moncho tenía razón: la serie de Montalbano es una excelente alternativa.

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El comisario Montalbano de la serie televisiva

El comisario Montalbano es el protagonista de Un filo de luz (Salamandra, 2015) y de muchas otras novelas anteriores de Camilleri. Y Camilleri y Petros Márkaris son estimulantes ejemplos para aquel que, como es mi caso, se ha puesto a escribir novela negra peinando canas. Amén de haberse incorporado ya maduros al género, el siciliano Camilleri y el griego Markaris tienen otras cosas en común. Los dos pertenecen a esa subespecie mediterránea que inauguró Vázquez Montalbán (cuya maestría reconocen ambos) y los dos son muy buenos en la descripción social y costumbrista de sus respectivas tierras. De Camilleri y Márkaris no caben esperar los bombazos estilísticos y narrativos de James Ellroy; lo suyo es escribir correctamente, publicar novelas entretenidas y contarnos lo que está pasando en Vigàta y Atenas con mucha mayor honestidad que los medios de comunicación oficiales. Lo cual, que conste en acta, es mucho.

Moncho Alpuente lo resumió así en aquel artículo: “Frente a tanto devorador de donuts, hamburguesas y tacos en las series americanas, la pasta con marisco y los salmonetes que le deja preparados su asistenta al comisario Montalbano son una grata excepción”.

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Andrea Camilleri

Leí de un tirón “Un filo de luz”. El comisario Montalbano, cuyo nombres es un homenaje explícito a Vázquez Montalbán, tiene que lidiar con tres sucesos no relacionados entre sí (el asesinato de un pequeño delincuente local, una venta fraudulenta de cuadros del patrimonio nacional y un acopio de armas para un grupo opositor tunecino), y, sobre todo, con una difícil decisión sentimental: continuar su relación con Livia o entregarse al nuevo amor que le propone Marian. En medio, al ministro del Interior le da por visitar Sicilia para salir en los telediarios.

“Total”, escribe Camilleri, “que el jefe superior Bonetti-Alderighi había ordenado la movilización general tanto de la jefatura de Montelusa como de la comisaría de Vigàta, con objeto de blindar las carreteras por las que tendría que pasar el alto personaje en su recorrido; así impediría que llegaran a sus oídos los acostumbrados silbidos, pedorretas y abucheos de la población (llamados, en lenguaje fino, “protestas”), y sólo le llegarían los aplausos de cuatro muertos de hambre pagados a tal efecto”.

Sucede en Sicilia y sucede aquí.

Los Ochenta, en rojo y negro

«La isla mínima», película de Alberto Rodríguez

Te podía asaltar un yonqui a punta de jeringa o de navaja cuando regresabas a tu cueva de madrugada, casi siempre sin haber conseguido arrastrar contigo a la chica que tanto te había molado en la discoteca. Te podías despertar escuchando en la radio que arreciaba el ruido de sables, que tal periódico ultra invitaba a los militares a poner fin al rojerío rampante, o que el servicio secreto acababa de descubrir a unos cuantos que ya habían puesto manos a la obra. Te podías encontrar al salir a la calle con el cristal de tu Seat 127 hecho añicos y un amasijo de cables allí donde había estado el radiocasete.

Eran los años Ochenta. La España del último tramo de la década de 1970 y el primero de la de 1980 se asemejaba a la de hoy en su enorme cantidad de parados, en el espectáculo de la pobreza exhibido en calles y vagones de metro, en las muchas tiendas cerradas por quiebra, en la grisura y la tristeza que desprendían el paisaje y el paisanaje, en la incertidumbre colectiva sobre el porvenir. Pero en aquella España en la que, como la de hoy, agonizaba un régimen y otro pugnaba por nacer, había dos lacras propias. Una, muy contada, era la pesadilla del golpe militar; a la otra se le llamaba “inseguridad ciudadana”.

Eran tiempos quinquis, tiempos de navajas y escopetas recortadas. La gente de derechas -siempre ha habido un montón en España- decía que con Franco se vivía mejor. La heroína, el ansia de vivir deprisa de los chavales de los suburbios, la inocencia de las medidas de protección de las propiedades públicas y privadas, la ineficacia de una Policía acostumbrada durante décadas a resolver los casos a hostias, la voluntad de muchos jueces de actuar conforme a procedimientos democráticos, todo ello y otras cosas hacían que la convivencia con el delito fuera el pan cotidiano de la gente. Casi tanto como hoy las llamadas inoportunas de los teleoperadores.

La reciente película La isla mínima, uno de los mejores thrillers de la historia del cine español, recrea muy bien la atmósfera de aquellos tiempos Su historia transcurre en un alucinante escenario rural, el de las marismas del Guadalquivir, y eso contribuye no poco a su extraña belleza. Pero Alberto Rodríguez también podría haber situado en un suburbio de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla al par de maderos que investigan la desapareción y muerte de dos chavalitas.

Aquella España en rojo y negro de los Ochenta tuvo sus narradores, Manuel Vázquez Montalbán, que ya tenía un pasado como periodista antifranquista, era la figura más conocida de aquella primera cosecha del noir nacional. Vázquez Montalbán, cuyas novelas policíacas con el personaje Carvalho se leían mucho, hasta alumbró una revista de crónica y literatura negras que se llamó Gimlet, tuvo una vida corta y de la que la actual Fiat Lux recoge el testigo.

El barcelonés no era el único. Jorge Martínez Reverte, con su personaje Gálvez, Juan Madrid, con Toni Romano, Andreu Martín, Félix Rotaeta, Jaume Fuster, Carlos Pérez Merinero y otros contaban en sus novelas policíacas una España que no solía salir en unos periódicos obsesionados, como hoy, con la política partidista e institucional. La España de antros tapizados con el humo de las frituras, de la peste endémica a tabaco y a hachís, de las jeringuillas en los lavabos, de los chavales que palmeaban canciones de Los Chunguitos a bordo de un Seat 1430 recién robado, de los comerciantes que guardaban una pistola bajo el mostrador, de los policías que se cabreaban porque los detenidos salían libres del juzgado al poco de haber entrado, de los jueces que se quejaban de que la Policía les presentara detenidos sin aportar pruebas, de los abogados y curas que intentaban auxiliar a los marginados, de los motines y las fugas en Carabanchel, de los empresarios de la construcción que se iban de putas con concejales…

Todo ello en una atmósfera de golpe militar inminente de la que se daba cuenta en las novelas protagonizadas por el comisario Bernal. Las escribía un narrador exótico, David Serafín, seudónimo tras el que se ocultaba Ian Michael, un profesor galés de la Universidad de Oxford que vivía en Madrid, adoraba España y había leído a Conan Doyle, Agatha Christie y Simenon.

Las novelas de David Serafín han sido reeditadas en estos tiempos por la editorial Berenice, y el hispanista galés, ya septuagenario, sigue viviendo en Madrid, cuya clima seco, según sus médicos, conviene a su salud. Sigue asombrándose de que el mito español presente la Transición como un modelo de pacifismo; a él le pareció bastante sangrienta.

China: una cadena de cangrejos atados a una cuerda


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No hay enigma en la China contemporánea descrita por Qiu Xiaolong en su última novela policíaca. El país que presenta Qiu en El enigma de China (Tusquets Editores, 2014) es obscenamente transparente y aterradoramente próximo a, por ejemplo, la España anterior a esta crisis económica. Ambientada, como sus precedentes, en Shanghái, la última entrega de las peripecias del inspector jefe Che Cao retrata una megalópolis entregada en cuerpo y alma a la especulación inmobiliaria, fuente de rápidos ingresos millonarios para los políticos que recalifican y venden terrenos públicos, los constructores privados que levantan rascacielos y urbanizaciones y los particulares con acceso al dinero fácil. Suena familiar, ¿no?

        “La reforma inmobiliaria”, escribe Qiu, “es en realidad un inmenso chanchullo que sólo beneficia a los funcionarios del Partido, y que está inflando la economía hasta convertirla en una burbuja gigantesca”. La corrupción es, por supuesto, la hermana siamesa de esta fiebre del ladrillo: gangrena al poder y se extiende por todo el cuerpo social. Déjà vu, de nuevo.

       El Shanghái que describe Qiu es una ciudad en casi todo similar a cualquier metrópolis occidental: los muy ricos se van haciendo cada vez más ricos, las clases medias aspiran a disfrutar de las migajas del banquete y nadie atiende a los que caen en la pobreza y la marginación. Los símbolos de estatus son también idénticos: poseer automóviles alemanes de lujo, llevar relojes de grandes marcas suizas, ver la tele en pantallas extraplanas de muchas pulgadas, tomar café en un Starbucks, citar en inglés los latiguillos de las escuelas de negocios… Tan sólo el consumo de cigarrillos -abandonado por los saludables triunfadores de Occidente, pero aún vigente en China- y la tolerancia social con los poderosos que tienen concubinas –ahora llamadas pequeñas secretarias-, serían aún especificidades chinas.

          El enigma de China es la más amarga de las novelas policíacas de Qiu, hasta el punto de que deja al inspector jefe Chen al borde del cese o la dimisión. Ya no hay modo de terminar con la corrupción de la élite político-económica china; todo lo más, alguna que otra acción puntual de ciudadanos valientes puede poner fin a la carrera individual de tal o cual cargo. Esa acción se ejerce a través de Internet, utilizando con valentía los resquicios que deja el férreo control oficial del ciberespacio. Y si en alguna ocasión, como en el ficticio caso de Zhou Keng que constituye el argumento de esta novela, los denominados “ciudadanos de la Red” logran denunciar un ejemplo incontestable de podredumbre, el Partido Comunista hasta puede verse obligado a actuar. El corrupto así descubierto pagará con su cargo y hasta con su libertad o su vida el haberse dejado sorprender.

      _La nave, no obstante, sigue su rumbo. “No es justo que sólo hayan castigado a Zhou cuando en realidad la situación se parece a una cadena de cangrejos atados a una cuerda: todos están conectados”, dice Fang, uno de los personajes femeninos de El enigma de China. “La brecha entre los ingresos y el modo de vida de ricos y pobres no dejaba de aumentar, la corrupción y las injusticias flagrantes se extendían por todas partes, los productos químicos nocivos abundaban en los alimentos cotidianos”, recapitula el narrador de la novela. A eso le llaman oficialmente construcción de “una sociedad armoniosa”.

        En 1967 el italiano Marco Bellocchio dirigió una película llamada La Cina è vicina en la que aludía a la influencia en jóvenes de la izquierda europea de las ideas maoístas de la llamada Revolución Cultural. Hoy sabemos que la Revolución Cultural fue un cruel fiasco, del que la China actual abomina, aún reivindicando a Mao como padre de la patria y gobernada todavía en solitario por su partido, comunista en el nombre, neoconfuciano en realidad. Y nadie reivindica la Revolución Cultural en la izquierda europea.

          Lo llamativo es que China sea hoy muchísimo más vecina nuestra que en la década de 1960. Y no sólo porque consumamos muchos de sus productos y porque las colonias chinas sean numerosas en América y Europa, sino, sobre todo, porque China se nos va pareciendo como una gota de agua a otra gota de agua. 

     _Ahora es la derecha occidental la que la cita a China como modelo. De largas jornadas de trabajo, de sueldos justitos, de escasos derechos cívicos y sociales.. y de fortunas colosales conseguidas en un santiamén. Está claro: lo que triunfó a finales de los años 1980 no fue la democracia, fue el capitalismo. La idea de que el más noble objetivo del ser humano es acumular riqueza se extendió como una mancha de aceite por el Este. El darwinismo social –el triunfo del más fuerte o el más adaptable- se convirtió en forma de vida universal. En China, cuenta Qiu, los denominados Bolsillos Llenos, esa gente que cierra los tratos comerciales “en la cena, junto a la máquina de karaoke o en la sala de masajes”,  son los maridos con los que cualquier familia querría casar a sus hijas.

        _En El enigma de China resulta también interesante otra semejanza con España, esta vez con la presente, con la de 2014. Los personajes de la novela que intentan estar bien informados renuncian a intentarlo en los diarios impresos, todos oficialistas, y se buscan la vida en el océano de la Red. “Al igual que un número creciente de ciudadanos chinos, Peiqin creía que no le quedaba otra opción que informarse a través de internet”, escribe Quiu.  “La gente”, añade, “confía en Internet cuando quiere conseguir información detallada sobre esos funcionarios que engordan como si fueran ratas rojas”.

        La novela negra está contando el siglo XXI mejor que cualquier otro medio o género, y de ahí su popularidad. En concreto, Quiu nos está relatando, novela tras novela, la evolución de China. Tanto en lo muchísimo que se va pareciendo a nosotros como en lo poco que va quedando de su tradición: la comida, los poemas y deliciosas rarezas como ese “romance del erudito y la beldad” al que sigue aspirando el inspector jefe Chen.