¿Enemigos del Estado?

En un tuit del jueves 11 de julio, Maruja Torres escribía refiriéndose irónicamente a Barack Obama: “Éste merece ser blanco”. Sí, a tenor, entre otras cosas, de la saña con la que dirige la búsqueda y captura de Edward Snowden, Obama es tan “blanco” como George W. Bush, aunque, eso sí, mucho más listo.

El primer presidente afroamericano de Estados Unidos prosigue la llamada “Guerra contra el terror”, pero utilizando el secreto y las nuevas tecnologías allí donde su predecesor prefería el escándalo público y la política de la cañonera. En Crónica Negra ya he escrito que Obama es el primer comandante en jefe de las ciberguerras estadounidenses del siglo XXI: está llevando a niveles masivos el uso de drones para asesinar a presuntos terroristas, de virus cibernéticos para sabotear a rivales potenciales y del espionaje de las conversaciones telefónicas y el acceso a Internet para saber lo que hacemos todos y cada uno de nosotros. Ahora le tomo prestada una fórmula a mi compañera Elena Reina: Obama es una especie de Bush 2.0.

No nos engañemos: hay que ser “blanco” para ocupar la Casa Blanca. Wall Street y el complejo militar-industrial que denunciaba el mismísimo Eisenhower no permitirían otra cosa. Colin Powell o Barack Obama jamás habrían llegado tan lejos si su alma no hubiera sido bastante más pálida que la piel de su rostro. Lo demás es una cuestión de matices –más o menos progresista, más o menos conservador– en derechos civiles, sanidad, ingresos fiscales y gasto público, agresividad en la acción exterior. No negaré la importancia de esos matices en la vida de millones de personas, lo que quiero subrayar aquí y hoy es que, al lidiar con el dinero y las armas, hasta el denominado “hombre más poderoso del planeta” se debe a “intereses superiores”.

A raíz del caso Snowden, me he acordado de una película que vi en Washington cuando vivía allí, en la segunda mitad de los años 1990. Se llama Enemy of the State (“Enemigo público” en España) y la protagoniza el actor negro Will Smith. Es un trepidante thriller que cuenta cómo un abogado que descubre por casualidad un asesinato cometido por gente del NSA (National Security Agency) es perseguido implacablemente por los autores del crimen. Quieren matarle, claro.

El thriller literario y cinematográfico suele anticipar lo que será titular de periódicos y telediarios años después. En el caso de Enemy of the State, su novedad estribaba en que, tres lustros antes del caso Snowden, desvelaba cómo los servicios de inteligencia pueden localizarnos a cualquiera de nosotros en cualquier lugar y momento a través del uso que hagamos de nuestros móviles, conexiones a Internet, navegadores GPS en automóviles y tarjetas de crédito. Por supuesto, el personaje interpretado por Will Smith era estigmatizado oficialmente como “una peligrosa amenaza para la seguridad nacional”, el cuento con el que gobernantes y servicios policiales y de espionaje consiguen la aquiescencia de la mayoría para seguir construyendo el 1984 orwelliano.

Con 58 años en el planeta y 35 en el oficio, estoy bastante curado de espantos, y, sin embargo, me escandaliza estos días ver como gente que dice llamarse “periodista” adopta con fervor el punto de vista del Estado norteamericano en relación al caso Snowden. No puedo estar más de acuerdo con lo que, a propósito de los Snowden, Manning, Wikileaks y compañía, acaba de escribir en The Guardian Jeff Jarvis, profesor de periodismo de la City University of New York. En un artículo titulado Who is a journalist?, que contiene además una interesantísima reflexión sobre la democratización del oficio en estos tiempos de Internet y redes sociales, Jarvis sostiene que los mencionados whistleblowers son, en todo caso, “culpables” de actos de periodismo; en ningún caso de actos de “traición a la patria” o “espionaje para potencias extranjeras”.

“¿Qué diablos es el periodismo?”, se pregunta Jarvis. Él mismo da la respuesta: “Es un servicio cuya misión es tener informado al público. (…) Cualquier cosa fiable que sirva al objetivo de tener una comunidad informada es periodismo. (…) El verdadero periodista debería desear que cualquiera se sume a la tarea”. Los Manning, WikiLeaks, Snowden y Greenwald, concluye el profesor neoyorquino han realizado “actos de periodismo”, actos de servicio en provecho de una comunidad mejor informada.

¿Enemigos del Estado? En todo caso, del Estado con vocación totalitaria.

Espiando a periodistas

Eric Holder

Al pretender justificar por razones de “seguridad nacional” el espionaje a periodistas de la agencia Associated Press (AP), el Gobierno de Barack Obama recuerda a su predecesor, el de George W. Bush. Lamentable.

Tras el 11-S, Bush y su neocon pusieron en marcha el mayor ataque a las libertades y derechos en Estados Unidos desde los tiempos de la caza de brujas del senador McCarthy. Si en los años 1950 el comunismo había sido el pretexto del mcarthysmo, en los de Bush lo fue Al Qaeda. Con el confuso y rimbombante eslogan de “guerra contra el terror”, Estados Unidos se enfangó en el Patriot Act, la guerra de Irak, los secuestros y torturas de la CIA, los infiernos de Guantánamo, Abu Ghraib y otras prisiones públicas o secretas…   Incluso el New York Times se prestó a ser un instrumento de propaganda bélica gubernamental vía las mentiras allí publicadas por Judith Miller.

Obama llegó a la Casa Blanca para cerrar ese triste capítulo de la historia estadounidense. Le apoyó la mayoría del pueblo norteamericano y contó con inmensa simpatía internacional. Ahora, sin embargo, su fiscal general y ministro de Justicia, Eric Holder, declara que, bueno, puede que el espionaje a los periodistas de AP no fuera del todo correcto, pero, en fin, estuvo motivado por el hecho de que esa agencia había  publicado una información sobre un tema de terrorismo que debería haberse mantenido secreto. Lo que pretendía el Gobierno, confiesa Holder, era averiguar cuál había sido la fuente de AP en ese asunto; la filtración, dramatiza, “puso en peligro a los ciudadanos de Estados Unidos”.

Hasta el momento, Obama no se ha mojado demasiado. A través de un portavoz, ha dicho que él ni ordenó ni conoció esa investigación, que “cree en la libertad de prensa” y que, a la par, considera su obligación “proteger la seguridad nacional”. Se investigará el asunto y, si las hay, se depurarán responsabilidades. Blablabla.

Poca cosa para un político que se opuso valientemente a la guerra de Irak y al campo de concentración de Guantánamo. Poca cosa para el presidente de un país que consagra la libertad de expresión en la Primera Enmienda a su Constitución, y que fue fundado por, entre otros, un tal Thomas Jefferson que una vez declaró: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”.

Publicada el 7 de mayo de 2012, la noticia de AP que desencadenó la furia inquisidora del departamento de Justicia de Washington daba cuenta de que la CIA había impedido un atentado terrorista planeado por gente de Al Qaeda en Yemen. Los yihadistas pretendían detonar una bomba dentro de un avión con destino Estados Unidos.

El atentado, por supuesto, ya había sido evitado en el momento de publicar esa información. Pero llovía sobre mojado. El Gobierno de Obama estaba enfurecido por la filtración al New York Times de dos grandes historias. Una versaba sobre los nuevos métodos de lucha contra Al Qaeda liderados por Obama: los asesinatos de yihadistas con drones (aviones no tripulados) en Yemen, Afganistán, Paquistán y otros países. La otra informaba de la nueva arma de Washington en su pulso con el Irán de los ayatolás: la creación de los malignos virus informáticos Stuxnet y Flame.

Había, pues, que averiguar quién o quiénes estaban contando este tipo de cosas a la prensa. El número dos de Holder, el subsecretario James Cole, se puso al frente de la cacería y, ni corto ni perezoso, sin mandamiento judicial, invocando una directiva que justifica acciones expeditivas del poder ejecutivo en casos de graves amenazas a la seguridad nacional (NSL, National Security Letter), ordenó al FBI que obtuviera información sobre las llamadas telefónicas de decenas de periodistas de AP.

No hubo escuchas o grabaciones, dice Justicia, pero sí las listas de las conversaciones arrancadas manu militari a las compañías. A quién llamaban los periodistas, de quién recibían llamadas, cuánto duraban, dónde estaban los interlocutores, ese tipo de cosas. Eso duró, como mínimo, dos meses y afectó a los teléfonos privados y profesionales de reporteros de Washington, Nueva York y Hartford.

Semejante violación masiva de la confidencialidad de las comunicaciones telefónicas de los periodistas salió a la luz el pasado viernes, cuando un funcionario del departamento de Justicia se lo reveló a AP.

Bernstein

Desde entonces, los periodistas norteamericanos no salen de su indignación. “Asistimos a la continuación de los ataques a la libertad de expresión llevados a cabo bajo la presidencia de Barak Obama”, escribe Kevin Gostzola en salon.com. “El presidente y la gente que le rodea ha desencadenado una guerra sin precedentes contra las fuentes de los periodistas”, dice en MSNBC Carl Bernstein, uno de los dos reporteros que investigaron el caso Watergate.

Berstein ha hecho un buen análisis de este escándalo. “El objetivo es intimidar a la gente que habla con los periodistas”, dice. “La seguridad nacional”, prosigue, “es siempre el falso pretexto de los gobiernos para ocultar información que el pueblo tiene derecho a conocer”.

Así es. Allí y aquí.

Irak y Guantánamo, misiones incumplidas

Es una evidencia universal que Barack Obama es mucho más inteligente que su predecesor, George W. Bush, el papanatas que, hace diez años, tal día como hoy, el primero del mes de mayo, se exhibió a bordo del USS Abraham Lincoln para pregonar triunfalmente que Estados Unidos había ganado la guerra de Irak, y, en consecuencia, el mundo iba a ser mejor a partir de entonces. Bush había llegado al portaviones disfrazado de piloto de combate y, luego, ya de civil, largó su penoso discurso televisado. Mission accomplished, misión cumplida, rezaba la pancarta con los colores de la bandera estadounidense que tenía detrás.

      Como no pocos predijeron entonces, aquella guerra no había hecho más que empezar. Continuaría algunos años más dejando la reputación internacional de Estados Unidos por los suelos y, lo que es peor, cientos de miles de muertos y un Irak dividido sectariamente, gobernado por la corrupción, violento a más no poder y empobrecido hasta dar pena. En cuanto al mundo, no tardaría en sumergirse en la más pavorosa crisis económica desde el crash de 1929.

    En vísperas del décimo aniversario de esa gilipollez, Obama ha declarado, el 30 de abril, que sigue deseando cerrar Guantánamo. Es una de las promesas de su campaña electoral de 2008 que no ha podido cumplir. Los republicanos del Congreso de Estados Unidos llevan más de cuatro años torpedeando sus, por lo demás, tímidos intentos por clausurar una de las páginas más ominosas de la historia contemporánea norteamericana.

    En Guantánamo siguen enjauladas 166 personas. Llevan allí años sin haber sido acusadas formalmente del más mínimo delito ante un juez. Sus captores afirman que son yihadistas peligrosísimos, pero eso, en un Estado de derecho, es algo que no decide el poder ejecutivo sino el judicial.,

    La declaración de buenas intenciones de Obama del 30 de abril se produce cuando la mayoría de los cautivos del producto estrella del Gulag neocon –entre 100 y 130- están en huelga de hambre desde hace semanas, y una veintena de ellos son mantenidos en vida a través de sondas nasales. “No quiero que esas personas mueran”, ha dicho Obama.

    Con la ayuda de sus amiguetes Blair y Aznar, Bush invadió Irak saltándose a la torera la legalidad internacional y pretextando mentiras descomunales. Pero el tiro le salió por la culata. La guerra de Irak reveló ante la faz del mundo las limitaciones de la potencia militar estadounidense, terminó convirtiéndose en un nuevo Vietnam, en la enésima demostración de que los pueblos tienen tendencia a alzarse contra los invasores por mucho que estos pretendan actuar con el fin de llevarles el progreso. El Mission accomplished del 1 de mayo de 2003  tardó poco en convertirse en un sarcasmo, en ridiculizar a Bush y sus neocon.

      Obama jamás ha proclamado que ha cumplido su misión en lo relativo a Guantánamo. No es tonto como Bush y sabe que no, que de eso nada. Así que ha invitado a los congresistas y al pueblo norteamericano a reflexionar de nuevo sobre ese presidio, precisando que, por su parte, él sigue deseando cerrarlo.

      Situado en una base militar estadounidense en la isla de Cuba, el presidio de Guantánamo fue creado por el Gobierno de Bush tras los atentados yihadistas del 11-S. Desde su apertura, en 2002, han pasado por allí unas 800 personas capturadas por los militares o los espías estadounidenses en diversos lugares del planeta, en muchas ocasiones por el procedimiento del secuestro. Solo 9 de los capturados han sido presentados ante una autoridad judicial. Enrejados, encadenados, amordazados, torturados y con sus tristemente célebres monos de color naranja, el resto ha vivido, y sigue viviendo, en un limbo legal, en un espacio donde no se aplica ningún derecho, ni el nacional ni el internacional.

     Guantánamo se inserta en el universo de pesadilla inquisitorial anunciado en El proceso, de Kafka, el mismo al que pertenecieron los campos nazis y estalinistas.